¿Por qué Dios no escucha mis plegarias?

Domingo XVII del tiempo ordinario, Ciclo C

Autor: Padre Sergio A. Cordova, L.C.

Fuente: catholic.net (con permiso del autor)               

 

El Evangelio de hoy es muy hermoso y muy rico de enseñanzas. Podríamos dividirlo en tres partes distintas. La primera parte va del versículo 1 al 4: nuestro Señor enseña a sus discípulos la bellísima oración del Padrenuestro; la segunda, del versículo 5 al 8: Jesús nos narra la parábola del amigo inoportuno; y la tercera, del 9 al 14, que son como las conclusiones de todo lo dicho anteriormente acerca de la oración. Cada una de estas breves secciones merecería un comentario por separado y desentrañar su contenido frase por frase, pero creo que tendré que limitarme a lo esencial y dejar este deseo para otra ocasión.
Se cuenta que el emperador romano Alejandro Severo, pagano, pero naturalmente honesto, tuvo un día entre sus manos un pergamino en donde se hallaba escrito el Padrenuestro. Lo leyó lleno de curiosidad y tanto le gustó que ordenó a los orfebres de su corte fundir una estatua de Jesucristo, de oro purísimo, para colocarla en su propio oratorio doméstico, entre las demás estatuas de sus dioses, ordenando pregonar en la vía pública las palabras de aquella oración. Una oración tan bella sólo podía venir del mismo Dios.
Se han escrito muchísimos comentarios sobre el Padrenuestro, y creo que nunca terminaríamos de agotar su contenido. No en vano fue la oración que Jesucristo mismo nos enseñó y que, con toda razón, se ha llamado la “oración del Señor”. Es la plegaria de los cristianos por antonomasia y la que, desde nuestra más tierna infancia, aprendemos a recitar de memoria, de los labios de nuestra propia madre. 
En una iglesia de Palencia, España, se escribió hace unos años esta exigente admonición:
No digas APadre@, si cada día no te portas como hijo.
No digas Anuestro@, si vives aislado en tu egoísmo.
No digas Aque estás en los cielos@, si sólo piensas en cosas terrenas.
No digas Asantificado sea tu nombre@, si no lo honras.
No digas Avenga a nosotros tu Reino@, si lo confundes con el éxito material.
No digas Ahágase tu voluntad@, si no la aceptas cuando es dolorosa.
No digas Ael pan nuestro dánosle hoy@, si no te preocupas por la gente con hambre.
No digas Aperdona nuestras ofensas@, si guardas rencor a tu hermano.
No digas Ano nos dejes caer en la tentación@, si tienes intención de seguir pecando.
No digas Alíbranos del mal@, si no tomas partido contra el mal.
No digas Aamén@, si no has tomado en serio las palabras de esta oración.
La parábola del amigo inoportuno, tan breve como tan bella, nos revela la necesidad de orar con insistencia y perseverancia a nuestro Padre Dios. Es sumamente elocuente: “Yo os digo que si aquel hombre no se levanta de la cama y le da los panes por ser su amigo –nos dice Jesús— os aseguro que, al menos por su inoportunidad, se levantará y le dará cuanto necesite”. Son impresionantes estas consideraciones. Nuestro Señor nos hacen entender que, si nosotros atendemos las peticiones de los demás al menos para que nos dejen en paz, sin tener en cuenta las exigencias de la amistad hacia nuestros amigos, ¡con cuánta mayor razón escuchará Dios nuestras plegarias, siendo Él nuestro Padre amantísimo e infinitamente bueno y cariñoso!
Por eso, nos dice: “Pedid y se os dará; buscad y hallaréis; llamad y se os abrirá”. Si oramos con fe y confianza a Dios nuestro Señor, tenemos la plena seguridad de que Él escuchará nuestras súplicas. Y si muchas veces no obtenemos lo que pedimos en la oración es porque no oramos con la suficiente fe, no somos perseverantes en la plegaria o no pedimos como debemos; es decir, que se cumpla, por encima de todo, la voluntad santísima de Dios en nuestra vida. Orar no es exigir a Dios nuestros propios gustos o caprichos, sino que se haga su voluntad y que sepamos acogerla con amor y genrosidad. Y, aun cuando no siempre nos conceda exactamente lo que le pedimos, Él siempre nos dará lo que más nos conviene.
Es obvio que una mamá no dará un cuchillo o una pistola a su niñito de cinco años, aunque llore y patalee, porque ella sabe que eso no le conviene. ¿No será que también nosotros a veces le pedimos a Dios algo que nos puede llevar a nuestra ruina espiritual? Y Él, que es infinitamente sabio y misericordioso, sabe muchísimo mejor que nosotros lo que es más provechoso para nuestra salvación eterna y la de nuestros seres queridos. Pero estemos seguros de que Dios siempre obra milagros cuando le pedimos con total fe, confianza filial, perseverancia y pureza de intención. ¡La oración es omnipotente!
Y, para demostrarnos lo que nos acaba de enseñar, añade: “¿Qué padre entre vosotros, si el hijo le pide un pan, le dará una piedra? ¿O, si le pide un pez, le dará una serpiente? ¿O, si le pide un huevo, le dará un escorpión? Pues si vosotros, siendo malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¿cuánto más vuestro Padre del cielo dará el Espíritu Santo a los que se lo piden?” Efectivamente, con un Dios tan bueno y que, además, es todopoderoso, ¡no hay nada imposible!
Termino con esta breve historia. En una ocasión, un niño muy pequeño hacía grandes esfuerzos por levantar un objeto muy pesado. Su papá, al ver la lucha tan desigual que sostenía su hijito, le preguntó:
- "¿Estás usando todas tus fuerzas?" 
- "¡Claro que sí!" -contestó malhumorado el pequeño.
- "No es cierto –le respondió su padre— no me has pedido que te ayude".
Pidamos ayuda a nuestro Padre Dios…. ¡¡y todo será infinitamente más sencillo en nuestra vida!!