¿Quién es un buen samaritano?

Domingo XV del tiempo ordinario, Ciclo C

Autor: Padre Sergio A. Cordova, L.C.

Fuente: catholic.net (con permiso del autor)   

 

Edith Zirer es una mujer judía que vive en las afueras de Jaifa. Cuenta cómo fue liberada de l c ampo de concentración de Auschwitz cuando tenía 13 años de edad. Había pasado allí tres. AEra una gélida mañana de invierno de 1945, dos días después de la liberación –nos narra—. Llegué a una pequeña estación ferroviaria entre Czestochowa y Cracovia. Me eché en un rincón de una gran sala donde había docenas de prófugos, todavía con el traje a rayas de los campos de exterminio. Él me vio. Vino con una gran taza de té, la primera bebida caliente que probaba en varias semanas. Después me trajo un bocadillo de queso, hecho con un pan negro, exquisito. Yo no quería comer. Estaba demasiado cansada. Me obligó. Luego me dijo que tenía que caminar para poder subir al tren. Lo intenté, pero me caí al suelo. Entonces me tomó en sus brazos y me llevó durante mucho tiempo, kilómetros, a cuestas, mientras caía la nieve. Recuerdo su chaqueta de color marrón y su voz tranquila que me contaba la muerte de sus padres, de su hermano, y me decía que también él sufría, pero que era necesario no dejarse vencer por el dolor y combatir para vivir con esperanza. Su nombre se me quedó grabado para siempre en mi memoria: Karol Wojtyla. Quisiera hoy darle un >gracias= desde lo más profundo de mi corazón@.

Hasta aquí este bellísimo y conmovedor testimonio de la vida real, contado por la misma protagonista. Tal vez también a ti te hubiese encantado haber conocido a este joven polaco… Hoy es el Papa Juan Pablo II, como bien sabes. Este hecho es bastante elocuente para comprender un poco más de su persona y de su pontificado. Toda su vida, desde que era seminarista, y luego sacerdote, obispo y Papa, ha sido una constante donación a los demás. A esta luz entendemos mejor su pontificado, sus múltiples viajes apostólicos, su gran humanidad y delicadeza en el trato con todas las personas –ya se trate de niños, jóvenes o ancianos—; y su especial ternura para con los débiles, los enfermos y los que sufren en su cuerpo o en su espíritu. É l c onoce muy de cerca el sufrimiento humano, lo ha vivido y experimentado en carne propia, y desde joven aprendió a compadecer al hermano doliente, sin importarle edad, raza, sexo, cultura o religión. ¡Esto es ser un buen samaritano!

En el Evangelio de hoy nos narra Jesús la bella parábola del buen samaritano. Un letrado se le acerca al Señor y le pregunta qué tiene que hacer para heredar la vida eterna. Y nuestro Señor no duda ni un segundo: cumple el primer mandamiento de la Ley. O sea, “ama a Dios sobre todas las cosas y a tu prójimo como a ti mismo”. Pero el letrado insiste y trata de justificarse. Entonces brota de los labios y de l c orazón de Jesús esta parábola tan humana y tan llena de misericordia.

Pero hay un dato muy interesante que conviene notar: el letrado le pregunta a Jesús quién es su prójimo. Y nuestro Señor, a l c oncluir su narración, le pregunta al letrado: “¿Cuál de éstos tres se portó como prójimo?”. Jesús da la vuelta a la tortilla y le cambia la pregunta: no basta con saber quién es nuestro prójimo, sino que tenemos que comportarnos como auténticos prójimos de los demás. “Prójimo” no es, pues, un concepto; ni es sólo el que está a nuestro lado. Para Jesús y para e l c ristiano adquiere una connotación moral profundamente antropológica –y, por tanto, de un fuerte carácter espiritual—: “prójimo” son todos los seres humanos, sin distinción alguna, y merecen todo nuestro respeto, nuestra consideración y lo más profundo de nuestro amor. Exactamente como hace el Papa. Lo contrario al egoísmo, a los intereses personal es o a la satisfacción de las propias pasiones desordenadas.

O como la Madre Teresa de Calcuta.Y como hicieron tantos santos y fieles hijos de la Iglesia. Teresa de Calcuta solía repetir con frecuencia: “Nunca dejemos que alguien se acerque a nosotros y no se vaya mejor y más feliz. Lo más importante no es lo que damos, sino el AMOR que ponemos al dar. Halla tu tiempo para practicar la caridad. Es la llave del Paraíso”.

El Papa Juan Pablo II, en su encíclica sobre el dolor humano, “Salvifici doloris”, nos hace una reflexión profunda sobre el buen samaritano: “El samaritano –dice— demostró ser, de verdad, el ‘prójimo’ de aquel infeliz que cayó en manos de los ladrones. ‘Prójimo’ significa también el que cumple el mandamiento del amor al prójimo… No nos es lícito ‘pasar de largo’ con indiferencia, sino que debemos ‘detenernos’ al lado del que sufre. Buen samaritano, en efecto, es todo hombre que se detiene al lado del sufrimiento de otro hombre, cualquiera que sea. Y ese detenerse no significa curiosidad, sino disponibilidad. Ésta es como el abrirse de una cierta disposición interior de l c orazón, que tiene también su expresión emotiva” (Salv. Dol., n. 28).

“Buen samaritano es –continúa el Papa— todo hombre sensible al dolor ajeno, el hombre que ‘se conmueve’ por la desgracia del prójimo.Si Cristo, profundo conocedor de l c orazón humano, subraya esta compasión, quiere decir que es ésta es importante en todo nuestro comportamiento de frente al sufrimiento de los demás. Es necesario, por tanto, cultivar en nosotros esta sensibilidad de l c orazón, que testimonia la ‘compasión’ hacia el que sufre”.

Pero no basta con esto. Este saber comprender y sufrir con el que sufre; alegrarse con el que se alegra y llorar con el que llora; este “hacerse todo a todos” de san Pablo es “para salvarlos a todos” (I Cor 9, 22). El buen samaritano es el que tiene un corazón bueno, compasivo y misericordioso, el que se enternece ante el sufrimiento del otro. Pero, además, que hace todo lo posible por aliviarlo, no sólo compartiendo y “con-padeciendo” en sus dolores, sino también haciendo algo eficaz por remediarlos. Como hizo el samaritano de la parábola.

El buen samaritano por antonomasia es nuestro buen Jesús. Él “se compadecía y se enternecía de las muchedumbres porque andaban como ovejas que no tienen pastor (Mt 9, 36) . Y enseguida ponía manos a la obra para remediar sus necesidades espirituales y corporales: las consolaba, les predicaba el amor del Padre; y también curaba sus enfermedades físicas y sanaba toda dolencia, multiplicaba los panes para darles de comer, a los ciegos les devolvía la vista, curaba a los leprosos, resucitaba a los muertos. Y, al final de su vida terrena, Él mismo quiso darnos su ser entero en la Eucaristía y en el Calvario, muriendo por nosotros para darnos vida eterna.

Esto es ser buen samaritano. Y tú, ¿eres ya un buen samaritano? ¿te has detenido alguna vez a lo largo de l c amino de la vida para curar las heridas del que sufre en su cuerpo o en su alma? ¿quieres ser, a partir de hoy, un buen samaritano para tu prójimo? Ojalá que sí. ¡Haz esto y vivirás!