¿Padeces de estrés o depresión?

Domingo XIV del tiempo ordinario, Ciclo A

Autor: Padre Sergio A. Cordova, L.C.

Fuente: catholic.net (con permiso del autor)  

           

Hace un par de semanas leía en una revista italiana un artículo que decía que casi el 25% de la gente de las grandes ciudades padece un fuerte estrés, y que otras personas llegan incluso a sufrir hondas depresiones emocionales. ¡Es tan intenso y acelerado el ritmo del hombre de hoy que a veces no se reserva tiempo ni para sus necesidades más elementales: para comer, descansar o convivir con la propia familia! Como es obvio, muchas son las causas de estos problemas, pero no voy a entrar ahora en detalles, pues el tema de esta reflexión es otro. Por ahora sólo me limito a constatar el hecho. Lo que sí es muy lamentable es que muchas veces  también Dios pasa a un segundo, tercer o décimo lugar en nuestra vida... Y así no es de extraZar que andemos como andamos: sin sentido, sin rumbo fijo, sin paz ni serenidad interior.

            Hoy en día es cada vez más común que muchísimas personas, ante cualquier pequeZo problema de la índole que sea, acudan al psicólogo o al psiquiatra como si éste fuera el mago Merlín, el genio de la lámpara maravillosa o el dueZo de la piedra filosofal y de todas las panaceas. No digo yo que esté mal. En ocasiones éstos pueden prestar valiosos apoyos. Pero hace varias décadas, nuestros padres y abuelos preferían acudír al sacerdote a pedir un consejo, a la confesión sacramental o a la oración. Y, a juzgar por las opciones de tantos hombres y mujeres de hoy, parecería que el sacerdote ya “ha pasado de moda”....

            Bueno, el caso es que, cuando una persona sufre estrés o ansiedad y acude a su médico, éste en ocasiones le receta un medicamento llamado “paxil”. Por lo visto, es un buen analgésico, pero en ocasiones esta droga produce también efectos negativos; por ejemplo, hace que las personas sientan un profundo letargo, debilidad y náuseas, que no tengan fuerzas para nada y les resulte sumamente penoso mantener su atención en sus normales actividades cotidianas. Y es que, lo que realmente necesita la gente no es tanto “paxil” sino la “pax” del corazón, es decir la paz profunda del alma.

            En el Evangelio de hoy nuestro SeZor sale una vez más al paso de nuestras necesidades más íntimas y personales: “Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados –nos dice– y yo os aliviaré. Tomad sobre vosotros mi yugo y aprended de mí que soy manso y humilde de corazón y hallaréis descanso para vuestras almas”. ¡Qué palabras tan confortantes y consoladoras! ¡La verdadera paz del corazón! Eso es justamente lo que necesitamos, pues todos nos sentimos a veces cansados, agobiados y deprimidos. Y sólo Cristo puede curarnos.

            Pero, ¿cómo es posible que éste sea el medicamento que realmente necesitamos? Pues sí. Verás. La medicina y la psicología moderna reconocen hoy el valor terapéutico de la humildad. El prestigioso psicólogo Carl Jung dice en un libro suyo que todos los pacientes que se habían dirigido a él sufrían por algo que se podría definir “falta de humildad”, y que no curaban sino hasta el momento en que tomaban una actitud de respeto y de aceptación de una realidad más grande que ellos, es decir, una actitud de humildad.

            ¡Cuántas veces la causa de nuestras angustias, problemas y desalientos es la falta de humildad y la autosuficiencia! Sí, el no querer aceptar nuestra debilidad, nuestra fragilidad y los propios límites. Todos –especialmente los varones– queremos sentirnos fuertes, poderosos, capaces y, sobre todo, nos gusta dar esa imagen de nosotros mismos a los demás. Y, cuando experimentamos esa debilidad que no aceptamos, es cuando nos viene toda esa agonía y tormenta interior que no nos permite ser lo que realmente somos. Sufrimos, nos rebelamos, pero no damos el brazo a torcer. Ésta es, tristemente, la cultura en la que hemos nacido y vivimos: no manifestar nunca nuestra debilidad. Y si a esto se suma el “machismo” en el que hemos sido educados los varones, las cosas se complican todavía más. De ahí viene todo ese deseo de aparentar que somos  los “duros” y que no nos “ablandamos” ante los golpes de la vida. Por eso nos da tanta vergüenza, por ejemplo, llorar en público y nos resistimos tanto a mostrar nuestros sentimientos a los demás: porque creemos que ésa es una debilidad.

            Y, sin embargo, Cristo hoy nos invita a aceptar nuestra flaqueza, nuestras enfermedades, debilidades y miserias; a reconocer nuestros propios límites, cansancios, agobios y desconsuelos. Y, una vez que reconocemos nuestra condición de creaturas profundamente necesitadas, quiere que nos acerquemos a Él: “Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados” –nos dice–, y Él nos acogerá así como somos: inermes y frágiles, pero desnudos ya de falsas caretas y de disfraces. Y entonces sí, “Yo os aliviaré”, porque Él es el verdadero Médico de nuestras almas.

            También san Pablo lo experimentó en primera persona: “Muy gustosamente continuaré gloriándome en mis debilidades... y me complazco en las enfermedades, en los oprobios, en las necesidades, en las persecuciones, en los aprietos, por Cristo; pues cuando parezco débil, entonces es cuando soy fuerte” (II Cor 12, 9-10). Nuestra fortaleza es Cristo y sólo la experimentamos cuando aceptamos nuestra debilidad para dejarnos consolar y ayudar por Él. Sólo quien reconoce su necesidad de Dios está preparado para recibirlo a Él dentro de su corazón. Y sólo cuando nos decidimos a ceder, agachamos la cabeza y doblegamos las rodillas de nuestra alma ante el SeZor es cuando comenzamos a encontrar la solución a todos nuestros problemas.

            Un filósofo y literato espaZol del siglo pasado, Miguel de Unamuno, de un temperamento ardiente y apasionado, muy combativo y enérgico, padeció dramáticos conflictos interiores y tremendas agonías en su fe; y yo me atrevo a pensar que se debió, en gran parte, a no querer aceptar con humildad su debilidad y su condición de creatura. Mira estos versos: “Agranda la puerta, Padre/ porque no puedo pasar;/ la hiciste para niZos,/ y yo he crecido a mi pesar./ Si no me la agrandas,/ achícame a mí, por piedad;/ vuélveme a la edad bendita/ en la que vivir es soZar./ Gracias, Padre, que ya siento/ que se va mi pubertad;/ vuelvo a los aZos rosados/ en los que era niZo, y nada más”.

            En la humildad y en la sencillez de la fe encontramos nuestra verdadera paz.“Aprended de mí que soy manso y humilde de corazón y hallaréis descanso para vuestras almas”. Cristo nos lo prometió y Él es fiel a sus promesas. Ese descanso para nuestra alma es la paz del niZo que duerme, plácido, en los brazos de su madre o de su padre. Y al niZo no le da vergüenza sentirse débil y pequeZo. Allí está su fortaleza y su seguridad. ¿De qué le serviría al niZo un alarde de fuerza ante un lobo o un león? Sería para su propia ruina. Sólo si aceptamos ser como niZos ante nuestro Padre del cielo llegaremos a buen puerto. “Hazme humilde, hazme pequeZo y así no me perderé” leí en una ocasión. Esta humildad de los niZos nos lleva a un total abandono, filial y confiado en los brazos de Dios, a pesar de todos los problemas. Por eso, no en vano Cristo nos dijo que “si no nos hacemos como niZos, no entraremos en el Reino de los cielos”.