Ojalá fuera yo como ese paralítico

Domingo VII del tiempo ordinario, Ciclo B

Autor: Padre Sergio A. Cordova, L.C.

Fuente: catholic.net (con permiso del autor)  

           

Dicho sea con todo respeto, pero ¡esto ya parece un desfile, no digo de disfraces o de modas, sino de enfermos! Sí, me refiero al Evangelio de hoy. Hace dos semanas veíamos a Jesús curando a una gran multitud de enfermos y de endemoniados traídos de todas partes. La semana pasada aparecía en escena un leproso. Y hoy le toca el turno al paralítico.

Bueno, para que no nos pase aquello de que “por uno nos entra y por el otro nos sale”, parece que la Iglesia, como buena madre, nos quiere recordar y “machacar” bien las cosas y evitar así que se nos olviden, como sucede casi siempre con los niños –y también con los no tan niños, como nosotros–. Porque la verdad es que a veces somos demasiado lentos para aprender las cosas esenciales de la vida y muy rápidos para olvidar lo que jamás tendríamos que olvidar. 

Sí. Cristo nos vuelve a recordar hoy que “TODO es posible para el que tiene fe”. Y que basta creer –pero creer de verdad– para que todos nuestros problemas se disipen como la nieve o la bruma ante el sol. También nuestras peores enfermedades y lo que nos parece imposible de solucionar –la lepra, la ceguera o la parálisis– encuentran en Cristo una eficaz y segura curación. Lo que pasa es que, en el fondo, NO nos creemos eso de que Jesús nos puede curar. Y somos muy tercos. O muy desconfiados. O muy descreídos. O demasiado autosuficientes. Nos sentimos Tarzán o Superman, o la mamá de los pollitos, es igual. Pero el caso es que no necesitamos de nada ni de nadie. Ni del mismo Jesús. Nos humilla tener que pedir favores a los demás. Nosotros solos podemos. Sí, tal vez éste sea nuestro verdadero problema: no creemos, ni somos humildes. Somos rebeldes y altaneros. Y por eso nos pasamos la vida así, sufriendo las consecuencias de nuestra incredulidad y de nuestro orgullo. ¡Cuando todo podría ser tan diverso... sólo con un poco de fe y de humildad!

El paralítico de hoy era un pobre hombre, un miserable y un desgraciado. No caminaba ni se movía, ni podía valerse por sí mismo para nada. ¡Pero al menos él reconocía sus miserias! Y deja que le lleven a Jesús. Y le pide ayuda. Pero en este pasaje, en comparación con otras escenas del Evangelio, aparecen muy claras tres cosas: primera, que la peor enfermedad es la espiritual, y ésa se llama “pecado”. Segunda, que Cristo tiene el poder de curar todas las miserias de los hombres desde su raíz, pues Él sí puede perdonar los pecados. Y, finalmente, que la fe y la confianza en Él todo lo pueden.
El peor mal de todos anida en el fondo del corazón del hombre. Y Jesús así nos lo deja ver cuando le presentan al paralítico. Antes de preocuparse por su enfermedad física, se compadece de su mal moral: “Confía, hijo –le dice–. Tus pecados te son perdonados”. Ése es el verdadero mal del ser humano, la causa y raíz de todos sus problemas: el pecado que lo esclaviza y paraliza. Y Cristo, Señor de la vida, va a liberar a ese hombre de su mal, comenzando a curar la parálisis de su alma.

Los escribas y fariseos, que escuchan a Jesús, comienzan a murmurar de Él: “Éste blasfema. ¿Quién puede perdonar los pecados sino sólo Dios?”. Y Jesús no desmiente esa afirmación. Pero les va a demostrar enseguida, con sus obras, que Él tiene ese poder que sólo pertenece a Dios, porque Él es verdaderamente el Hijo de Dios: “¿Qué es más fácil decir: ‘tus pecados te son perdonados’, o decir ‘levántate y anda’? Pues para que vean que el Hijo del hombre tiene en la tierra poder de perdonar los pecados, le dijo al paralítico: ‘Levántate, toma tu camilla y vete a tu casa”. Sus obras, sus milagros son sólo una manifestación exterior de lo que su palabra y su poder operan realmente en el interior del ser humano.

¿Por qué, entonces, muchos cristianos dicen que no necesitan confesarse? ¿Que cómo Cristo los va a perdonar a ellos? O que ellos se confiesan en “línea directa” con Dios. Jesús acaba de hacer una confesión sacramental con este hombre. Y les mandó a sus apóstoles hacer ellos lo mismo: “A quienes les perdonen los pecados, les serán perdonados; y a quienes se los retengan, les quedan retenidos” (Jn 20,23). La palabra de Cristo es eficaz y Él sana de verdad las heridas más profundas del alma, nos libera de nuestros males y de nuestras angustias. Nos da vida eterna.

Pero, para ello, nos son necesarias tres cosas muy sencillas: tener fe en Él. Confianza en su poder y en su gracia, en su amor redentor y transformante. Y acercarnos a Él con la humildad del paralítico, sabiendo que Él nos dará la vida que tanto anhelamos.