El ayuno, ¿No está ya pasado de moda?

Domingo VIII del tiempo ordinario, Ciclo B

Autor: Padre Sergio A. Cordova, L.C.

Fuente: catholic.net (con permiso del autor)  

           

Nos encontramos ya en el triduo de Carnaval y dentro de tres días comenzamos el período de la Cuaresma. Por eso, me parece muy a propósito reflexionar sobre el tema del ayuno. Además, el Evangelio de este domingo nos habla precisamente de este argumento. 

Se nos cuenta que, en una ocasión, mientras los fariseos y los discípulos de Juan el Bautista estaban ayunando, los discípulos de Jesús no lo hacían. Y se acercan entonces a nuestro Señor a reprenderlo, preguntándole por qué ellos no ayunaban.

En todos los pueblos de la antigüedad el ayuno era una práctica muy conocida, y para mucha gente era incluso común y habitual. Y no precisamente debido a sus carencias materiales, sino a su sentido moral y religioso. Hacían ayunos individuales y colectivos porque creían en su eficacia para alejar las enfermedades, las calamidades naturales, las sequías y otras catástrofes que les pudieran amenazar. La penitencia corporal era vista como un medio para mover a compasión a sus dioses, para aplacar su ira y poner fin a sus castigos. 
El pueblo de Israel también se impuso la práctica del ayuno y, junto con la oración y la limosna, llegó a ser uno de los rasgos más característicos de la religiosidad judía. Todos ayunaban por lo menos una vez al año, en ocasión del “Yom Kippur”, el día solemne de la Expiación. Y la gente más devota lo hacía incluso hasta dos veces por semana. Era obvio que los fariseos, sumamente observantes de la tradición, ayunaran con frecuencia –si bien la mayoría lo hacía más por apariencia que por verdadera piedad–.

El ayuno en Israel era considerado como un medio para acumular méritos ante Dios, y expresaba la aflicción de quien esperaba la llegada del Mesías; era el signo de la insatisfacción por el tiempo presente y un reclamo a la esperanza del tiempo que estaba para llegar. ¡Pero Jesús ya estaba aquí, entre nosotros! Él era el Mesías anhelado, y por eso sus discípulos no podían ayunar: “¿Es que acaso pueden ayunar los amigos del Esposo mientras el Esposo está con ellos?”. Con Jesús habían llegado ya los tiempos mesiánicos y ahora estaba celebrando las fiestas de bodas con su esposa, la Iglesia. ¡Era el tiempo de la alegría, de la “Buena Nueva”!

Pero Jesús, a diferencia de los fariseos, no pensaba que con el ayuno se acumularan más “méritos” a los ojos de Dios, o que por el simple hecho de ayunar la gente fuera más “buena”. La piedad farisaica estaba hecha más de ritos, de formulismos y de prácticas exteriores que de una verdadera relación de amor a Dios y al prójimo. Y eso era lo que Cristo tanto les recriminaba: su “justicia” exterior, su autocomplacencia egoísta y cómoda, su apariencia de virtud, pero hueca y podrida por dentro por su ausencia de amor. Jesús no exige “prácticas” para considerarnos mejores. Él vino a predicarnos a un Dios que nos ama de un modo totalmente gratuito y generoso. La salvación que Él nos ofrece no es una especie de “contrato” al que tenemos que someternos a la fuerza y llenar unos ciertos requisitos. No. La redención que Él nos trajo es un don libre de su infinito amor a nosotros y no algo que nosotros debemos “merecernos” con nuestras prácticas ascéticas. Y si después, “cuando nos sea arrebatado el Esposo” tendremos que ayunar, no será ciertamente para “comprar” el amor de Dios con nuestros ayunos, sino para acompañar a nuestro Señor en el momento de su Pasión y muerte. Pero no sólo. También como un medio para manifestar a Jesús nuestro gran amor a Él. No como requisito para “merecerlo”, sino como correspondencia libre y generosa, que brota de un corazón agradecido y enamorado. 

El ayuno cristiano, además, tiene el sentido de ahorrar algo legítimo para donarlo a los demás y para compartirlo con ellos, sobre todo con los más pobres y necesitados. De esta manera, el ayuno adquiere un valor de renuncia libre y de sacrificio generoso por AMOR. No es tanto la privación del alimento lo que cuenta y lo que agrada a Dios, sino la caridad que lo acompaña, la condivisión del propio pan con el hambriento y el necesitado. Y quien dice “pan”, dice también: tiempo, cariño, perdón, servicio y todos los demás actos de caridad que podamos ofrecer a nuestro prójimo. Por eso, en el juicio final no nos va a decir nuestro Señor: “Tuve hambre y tú ayunaste conmigo”, sino: “Tuve hambre y... me diste de comer”.