Domingo III del tiempo ordinario, Ciclo A

¡Esa luz maravillosa!

Autor: Padre Sergio A. Cordova, L.C.

Fuente: catholic.net (con permiso del autor)      

 

 

Homero, el gran poeta griego, nos narra en la Ilíada la epopeya de la guerra de Troya. Y, después de la destrucción de la ciudad de Príamo, nos cuenta en la Odisea todas las aventuras que tuvo que pasar Ulises, otro de los héroes aqueos, en su penoso viaje de retorno a casa, a Ítaca, donde le esperaba su fiel esposa Penélope, su hijo Telémaco y toda su servidumbre. En una de sus travesías tiene que viajar hasta el mismo Hades, el lugar de los muertos, para consultar al adivino Tiresias, que tenía su morada en el más allá. El poeta latino Virgilio reproduce este mismo tema en el libro VI de la Eneida, cuando hace descender a Eneas al sombrío mundo de ultratumba. Al igual que Homero, nos pinta un paraje oscuro y tenebroso, metiéndonos en ese ambiente enrarecido, onírico y surrealista. Es el lugar de las sombras, en donde nunca brilla la luz del sol.
En todos los pueblos de la antigüedad encontramos como una “mística” de la luz, y su guerra contra las tinieblas son un común denominador en todas las religiones y culturas de antaño. Más aún, los fenómenos luminosos aparecen fuertemente cargados de un carácter sagrado y casi siempre la misma divinidad es como una personificación de la luz. En el milenario país de los faraones, por ejemplo, Rah –el dios Sol— era el señor de todo el universo. Entre los sumerios y los babilonios, se consideró a Enlil y Marduk como una encarnación de la luz, en su lucha contra el caos y las tinieblas. En la religión de Zarathustra, Ormuz era el dios bueno –luz— en contra de las fuerzas malignas de Ahrimán. Los griegos divinizaron a Eos y a Helios, y Zeus, Apolo y Atenea, envueltos siempre en la luz, estuvieron entre sus dioses más venerados. Los romanos heredarían el “pan-teón” griego –el conjunto de los dioses— latinizando sólo sus nombres: Aurora, Júpiter, Minerva, etc.; y, en época tardía, introduciendo el culto, de origen oriental, al dios Mitra y al “Sol Invictus”.
Así pues, todas las civilizaciones indoeuropeas –entre las que se encuentran también los pueblos germanos y célticos– lo mismo que las culturas americanas y del Extremo Oriente, han considerado las tinieblas como un símbolo del mal y de la muerte. Y a la luz y al fuego ha estado siempre unida la idea de la belleza, del bien y de la vida.
Por eso, no en vano, desde los primeros versículos del Génesis se nos presenta a Dios creando de la nada a todas las cosas. Y no es de extrañar que lo primero que crea es la luz. Y enseguida separa la luz de las tinieblas. “...Y vio Dios que la luz era buena” (Gen 1, 3-4).
La luz eléctrica es un descubrimiento relativamente reciente. Hace apenas dos siglos ésta no existía, y, cuando se ocultaba el sol, la gente tenía que arreglárselas a oscuras para remediar sus necesidades más fundamentales. Pero a nosotros, los hijos de nuestro tiempo, nacidos en el mundo de la tecnología, esto no nos dice casi nada, y no tiene apenas sentido. 
Se cuenta que, en una ocasión, un profesor tirolés volvió de una excursión por la montaña. Eran las diez de la mañana y él ya había terminado su aventura. Había caminado toda la tarde del día anterior y había pasado la noche en una cima de las Dolomitas. Los turistas, extrañados, le dijeron: “Pero, ¡válgame Dios! ¿Por qué va a la montaña de noche? ¿No le basta la luz del día?”. Él sonrió y respondió con buen humor: “Es precisamente la luz la que interesa. La gente de la ciudad no sabe lo que es la luz. Cuando se levantan, el sol está ya alto en el cielo. Y, al anochecer, cuando ya comienza a oscurecer, aprietan un interruptor y encienden las lámparas eléctricas. ¡Qué pueden saber de la luz! En la montaña todo es distinto. Se llega a la cima cuando todo está a oscuras. A las tres de la madrugada aparece el primer resplandor. Es de una belleza que no se puede describir, y cada cinco minutos cambia el color de los glaciares que se ven a lo lejos. La luz se refleja en el aire, como si estuviera iluminado por diversos reflectores. Antes de las cinco, el sol aparece en el horizonte y todo es luminosísimo, de una belleza incomparable. Quien no lo ha visto nunca, no lo puede imaginar”.
Entonces me acordé de lo que contó un amigo mío. Fue de visita a Tierra Santa, hace ya varios años. Y una parte muy importante del tour consiste en subir el monte Sinaí de noche para estar en la cima a la hora del amanecer. Desde allí se contempla un espectáculo maravilloso: el nacer del sol con todos sus colores y la belleza indescriptible de la luz. Es como asistir a una nueva teofanía de Dios, como cuando se aparecía a Moisés en el monte santo.
Otro amigo mío, canadiense, me contó una experiencia inolvidable. Le encantaba levantarse a las tres y media de la mañana. Al principio pensé que estaba un poco loco. Pero enseguida me explicó por qué lo hacía así. Porque es la hora en que se pueden contemplar las auroras boreales. “¡Es algo increíble y fuera de serie!” –me dijo emocionado—. Es una impresión vivísima, de imponderable hermosura y grandiosidad. La fuerza de la luz y la variedad de los colores, la majestuosidad del firmamento y el juego de los astros en el cielo justificaban de sobra el sacrificio de la madrugada.
Yo creo que, a la luz de estas sencillas experiencias humanas, podemos atisbar un poquito el significado de la Sagrada Escritura que hoy pone el Señor a nuestra consideración: “El pueblo que caminaba en tinieblas vio una luz grande; a los que habitaban en tierra y sombras de muerte, una luz les brilló. Acreciste la alegría, aumentaste el gozo; se gozan en tu presencia como se gozan al segar, como se alegran al repartirse el botín”. Este es el mismo texto que la Iglesia proclama en su liturgia en la Misa de Nochebuena. Es el profeta Isaías, anunciando el gozo indescriptible del nacimiento del Salvador. 
Estamos en tinieblas cuando no tenemos a Cristo, cuando nos encontramos lejos de Él a causa del pecado, del egoísmo y de los vicios del mundo. Pero se disipan todas las tinieblas de nuestro corazón cuando tenemos a Cristo, y nuestro interior se inunda de luz, de alegría y de plenitud: “Yo soy la Luz del mundo. El que me sigue no camina en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida” (Jn 8, 12).
Ojalá que siempre vivamos al lado de Jesucristo. Entonces la luz y el gozo irradiarán a todos los que convivan con nosotros. Y entonces podremos ser, de verdad, auténticos cristianos, seguidores de Aquel que es la Luz del mundo.