El misterio del verdadero Amor

Solemnidad de la Santísima Trinidad, Ciclo A

Autor: Padre Sergio A. Cordova, L.C.

Fuente: catholic.net (con permiso del autor)          

 

            ¿Sabías que el amor es un misterio? Y, aunque aparentemente no tenga mucha relación, te voy a contar una historia. Si real o legendaria no lo sé, pero se cuenta que un día se encontraba san Agustín junto a la playa, y estaba absorto en sus meditaciones teológicas sobre la Santísima Trinidad. Daba vueltas en su mente al misterio, tratando de entender un poco más: cómo era posible eso de que “en Dios hay tres personas distintas y un solo Dios verdadero, de idéntica naturaleza e igual dignidad, pero con distinta misión y operación” y otras reflexiones por el estilo. Y, mientras meditaba en todo esto, vio que un niño pequeño corría de la playa al mar y que en el cuenco de sus manitas traía un poco de agua y lo depositaba en un agujerito que había hecho en la arena. Y repetía la misma operación una y otra vez. El santo se distrajo y, lleno de curiosidad, preguntó al niño qué estaba haciendo. El niño, con toda inocencia, le respondió: –“Quiero meter el agua del mar en este pocito”. El santo doctor se echó una buena carcajada e inquirió al niño: –“¡Pero eso es imposible! ¿No ves la inmensidad del mar y ves que no cabe en este pocito?” Y el niño, sin dudar un instante, le dijo: –“Pues a mí me sería mucho más fácil esto, que tú meter a Dios en el pocito de tu cabeza”. Y desapareció.

            Y aquí comienza el misterio del que te quiero hablar. Muchas veces, cuando no entendemos alguna cosa, un poco en plan de broma decimos que “esto es más oscuro que el misterio de la Santísima Trinidad” ¡Cuántas veces queremos entender a Dios con nuestra pobre razón humana o intentamos meterlo en nuestra minúscula cabeza, en vez de creer en Él con la fe y abrazarlo con el amor!

            Hoy celebramos la fiesta de la Santísima Trinidad, y la Trinidad es un dogma de nuestra fe. Más aún, el dogma central y más fundamental de la fe y de la vida cristiana, como nos recuerda el Catecismo de la Iglesia Católica (núm. 234). Sí. Pero, para entrar en este misterio, no necesitamos especular con nuestra mente hasta la saciedad sin llegar apenas a entender un gran qué. No se trata de eso. A Dios no hay que entenderlo, sino creer en Él y amarlo con todo nuestro corazón.

            Blas Pascal decía que “el corazón tiene unas razones que la mente no conoce”. Y esto tiene mucho sentido. En muchísimas ocasiones puede más la intuición del corazón que la fría especulación del raciocinio. La razón sirve para las matemáticas y para hacer ciencia, pero no para conocer el corazón de un hijo, de un padre, de una madre o de un esposo. ¡Y menos aún de Dios! ¿Cuántas madres de familia conoces tú que sean doctoras en pedagogía para amar y educar de verdad a sus hijos? Creo que me sobrarían dedos de la mano para contarlas. Y, sin embargo, el conocimiento del amor es mucho más poderoso y penetrante que la objetividad fría de la razón. No en vano el primer mandamiento de la Ley de Dios es “amar al Señor con todo el corazón, con toda el alma y con todas las fuerzas”. Y san Juan nos dio la lección más contundente y la definición más maravillosa que jamás se haya dado de Dios cuando afirmaba: “Todo el que ama es nacido de Dios y conoce a Dios. Pero el que no ama no conoce a Dios, porque Dios es Amor” (I Jn 4, 7-8).

            ¡Éste es el misterio más profundo de Dios! La vida íntima de Dios es Amor. Dios mismo es el Amor en Persona. Y cuando Dios revela al hombre los secretos más profundos de su intimidad, le habla precisamente con un lenguaje de amor: “El Señor, Dios compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en piedad” dice Dios de Sí mismo a Moisés en el monte del Sinaí (Ex 34,6). Dios se compara al amor de un padre bueno y a la ternura de la más dulce de las madres: “¿Acaso puede una madre olvidarse de su niño de pecho, no compadecerse del hijo de sus entrañas? Pues aunque ella se olvidara, ¡yo no te olvidaría jamás!” –dice el Señor por labios del profeta Isaías (Is 49, 14-15). Muchas veces se comparó al amor de un esposo tierno y fiel. Y esta imagen aparece en Isaías, Jermías, Ezequiel, Oseas, y en muchísimas otras páginas de la Biblia. ¡Y qué decir del Padre infinitamente amoroso y misericordioso que Jesús nos reveló en el santo Evangelio! ¡Con qué tonos tan dulces y maravillosos siempre nos habló de Él! El Buen Pastor que carga en sus hombros a la oveja perdida; el Padre bueno que hace salir su sol sobre justos e injustos, que viste de esplendor a las flores del campo y alimenta a los pajarillos del cielo; el Rey que da a su hijo único y lo entrega a la muerte por salvar a su pueblo; o esa maravillosa parábola del hijo pródigo, que nos revela más bien al Padre de las misericordias, “al padre con corazón de madre”, con entrañas de ternura y delicadeza infinita. 

            Y precisamente en esta línea se coloca el Evangelio de este domingo. Jesús, hablando con Nicodemo, le dice que “tanto amó Dios al mundo, que le entregó a su Hijo unigénito para que todo el que crea en Él, no perezca; sino que tenga la vida eterna” (Jn 3,16). ¡Éste es el misterio del verdadero amor, el misterio mismo de la Santísima Trinidad!: Un Dios que en su vida íntima es AMOR. Un amor que es donación de todo el ser por el máximo bien y la salvación eterna de la persona amada. Las tres Personas divinas viven en esa unión íntima e infinita que es amor. Esta vida intratrinitaria es tan profunda e indivisible porque está animada y sellada por el amor, que es comunión. La Trinidad misma es Amor. Si fuera posible al ser humano, ¡se fundiría con el ser de la persona amada! Algo de esto se capta en el amor matrimonial. Pero infinitamente más en la unión mística del amor divino. ¡Éste es el núcleo del misterio trinitario! Y sólo con el amor podemos adentrarnos en la espesura de este misterio.

            Ojalá que todas las veces que nos persignemos y digamos “En el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo”, penetremos un poco más en este misterio del amor de Dios a nuestras almas; y que, en consecuencia, vivamos llenos de confianza, de alegría, de optimismo y de felicidad al sabernos partícipes del amor infinito de Dios. Más aún, que de hoy en adelante, vivamos un poco más para el amor, haciendo vida el testamento de Jesucristo, Hijo de Dios: “Un mandamiento nuevo les doy: que se amen unos a otros como yo les he amado. En esto conocerán todos que son mis discípulos: si tienen amor unos para con otros” (Jn 13, 34-35). Si queremos ser cristianos, nuestro distintivo debe ser siempre éste: la caridad para con todos sin excepción: el perdón generoso, la comprensión, el trato delicado, el servicio recíproco. Sólo así participaremos realmente en el misterio de la Santísima Trinidad.