¿Has estado alguna vez en Roma?

Solemnidad de los santos Pedro y Pablo, Ciclo B

Autor: Padre Sergio A. Cordova, L.C.

Fuente: catholic.net (con permiso del autor)  

           

¡Qué hermoso es poder estar en Roma! ¡Y qué gracia tan especial poder vivir en esta Ciudad eterna! Y lo digo no sólo por la riqueza de su historia y de su cultura, acumulada a lo largo de veintiocho siglos de civilización y que conoció su apogeo durante los siglos del Imperio; ni sólo por la grandiosidad de sus monumentos, por la belleza de sus jardines, de sus plazas y de sus villas; ni sólo por el esplendor de sus construcciones milenarias –desde el Coliseo, el Palatino, el Circo Máximo y el Foro romano– pasando por las catacumbas y las basílicas cristianas de todas las épocas y estilos artísticos, por las glorias del Renacimiento, la restauración y la época contemporánea. Todo esto es bellísimo, sin duda. Pero el interés cultural pasa –por así decirlo– a un segundo plano –aunque también importante– cuando se la mira con ojos “cristianos”, a la luz de la fe.

Decir “Roma” para un cristiano es, ante todo, referirnos al centro de la catolicidad, al corazón de la Iglesia, sede del Papa, Vicario de Cristo en la tierra y Sucesor del apóstol Pedro. Roma es como la piedra angular de la Iglesia, fundada por Cristo sobre la sangre de los mártires, entre los que destacan de una manera especialísima los santos apóstoles Pedro y Pablo, columnas y rocas del cristianismo. En Roma conservamos sus sepulcros y aquí yacen sus restos mortales, a unos cuantos metros del lugar de su martirio, en las respectivas basílicas patriarcales de San Pedro en el Vaticano y San Pablo Extramuros. He tenido la oportunidad de visitar muchas veces estos santos lugares y, siempre que me es posible, acudo allí para celebrar la Santa Eucaristía, a los pies de los apóstoles. 

Los fieles cristianos de todos los tiempos se han acercado a estos lugares a venerar con grandísima piedad y devoción las reliquias de estos campeones de la fe; a pedir por la Iglesia universal y por sus intenciones particulares. Y de aquí han salido todos con su fe robustecida, con su esperanza agigantada, con su amor más enardecido. Sí. ¡Esta es la Roma de Pedro y Pablo, la Roma de los mártires, la Roma de los Papas, la Roma de todo el orbe cristiano!
Pues este año, este domingo ha coincidido con la celebración de los Santos Pedro y Pablo, y todos los hijos de la Iglesia nos alegramos con ellos y nos honramos tributándoles el culto de nuestra veneración filial. Adoramos sólo a Dios Uno y Trino como a nuestro Padre y Creador, a nuestro Redentor y Santificador; pero también nos es lícito venerar con todo el respeto y el amor del corazón a testigos tan insignes de nuestra fe y a modelos tan grandiosos de amor a Jesucristo y a la Iglesia hasta el derramamiento de su noble sangre por el Evangelio.

La celebración del día de hoy es de origen antiquísimo, de los primerísimos siglos de la Iglesia. Los fieles quisieron celebrar desde fechas muy tempranas a las dos grandes columnas de nuestra fe: Pedro, el sucesor, y Pablo, el evangelizador.
Por eso, en la segunda lectura de la Misa del día de hoy, se nos ofrece para nuestra meditación un pasaje de la segunda carta de san Pablo a Timoteo. El contenido y el tono de la epístola es maravilloso. El apóstol, ya anciano y prisionero, está próximo a su martirio. Y, sereno y alegre por haber cumplido fielmente la misión que Jesucristo le había confiado, nos deja como el testamento de toda su vida: “He combatido bien mi combate, he corrido hasta la meta, he mantenido la fe”. Y enseguida hace una bellísima profesión de la esperanza que, justamente, puede albergar en su corazón: “Ahora me aguarda la corona merecida con la que el Señor, justo juez, me premiará aquel día; y no sólo a mí, sino a todos los que tienen amor a su venida” (II Tim 4, 6-8).

Y el Evangelio, por su parte, nos narra el hermoso pasaje de la confesión de Pedro y la entrega de las llaves por parte de Cristo. A la pregunta de nuestro Señor a sus doce apóstoles: “¿Quién decís vosotros que soy yo?”, Simón Pedro toma la palabra y, haciendo una profunda profesión de fe, le responde: “Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo”. Ante estas palabras, que Jesús reconoce como reveladas directamente por su Padre, le hace esta promesa solemne: “Ahora te digo yo: tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y el poder del infierno no la derrotará. A ti te daré las llaves del Reino de los cielos”. Con esta declaración funda su Iglesia sobre la “piedra” firme –eso significa, precisamente “Pedro”, el nombre que le dio nuestro Señor el momento mismo en que lo conoció– y está dando una firmísima garantía a nuestra fe y a nuestra esperanza: ¡Esta es la Iglesia de Cristo y Pedro es su Vicario y representante, el signo visible de la unidad!

Ojalá que, al celebrar hoy a los santos apóstoles Pedro y Pablo, pidamos a nuestro Señor, por intercesión de ellos, que proteja y fortalezca a nuestro Santo Padre, el Papa Juan Pablo II, a todos los pastores de la Iglesia; y que aumente nuestra fe, fortalezca nuestra esperanza, acreciente nuestro amor, nos haga apóstoles ardientes e intrépidos como ellos, y nos otorgue el don de la perseverancia final en la vivencia de nuestra vocación cristiana, como ellos supieron hacerlo.