Cristo ha resucitado

Domingo III de Pascua, Ciclo B

Autor: Padre Sergio A. Cordova, L.C.

Fuente: catholic.net (con permiso del autor)  

           

Se cuenta que, durante la revolución francesa –época amante de las novedades y de los cambios arbitrarios, como la mayoría de las revoluciones–, un filósofo llamado Reveillère trazó las pautas para fundar una nueva religión, pues él consideraba que esto beneficiaría grandemente a la humanidad. Acudió a Barras, entonces miembro del Gobierno, y le pidió un consejo sobre la mejor manera de extender esta nueva religión. "Bueno, –le dijo Barras– mi consejo es que te dejes asesinar un viernes y resucites de la muerte al domingo siguiente". ¡Le dio en toda la torre con su respuesta! 

San Pablo, en la primera carta a los Corintios, dedica un capítulo entero a disertar sobre la resurrección de Jesús para convencer a aquellos cristianos helenistas sobre la importancia capital de esta verdad del cristianismo. “Si Cristo no ha resucitado –llega a decir con gran energía– vana es nuestra predicación, vana es nuestra fe. Y somos falsos testigos de Dios porque testificamos contra Dios que resucitó a Cristo, a quien no resucitó” (I Cor 15,14s). La resurrección de Jesucristo es la piedra fundamental sobre la que se asienta todo el edificio de nuestra fe y del cristianismo. El que no acepta la resurrección no puede llamarse cristiano.

Hace unos días estaba leyendo un libro del padre Raniero Cantalamessa –un sacerdote capuchino que es actualmente el predicador del Papa y de la Casa Pontificia– y me encontré unas reflexiones muy interesantes que me voy a permitir compartir hoy con mis lectores. Él decía que “no se trata sólo de creer que Cristo resucitó de entre los muertos, sino que tenemos que conocer y experimentar el poder de la resurrección del Señor” en nuestra vida. La resurrección de Cristo es la “nueva creación” de la que tanto hablan los profetas y el Apocalipsis.

Y, para ayudarnos a comprender mejor la dimensión profunda de la Pascua, hacía enseguida un hermoso paralelismo de la Iglesia católica con la Iglesia ortodoxa. Los ortodoxos –como bien se sabe– son cristianos, pero “separados” de Roma. Tienen la misma fe que los católicos con la única excepción de que no aceptan el Primado y la autoridad del Papa. Para nuestros hermanos ortodoxos –explica el P. Cantalamessa– “la resurrección de Cristo es todo. El carisma propio de la Iglesia ortodoxa es el sentimiento fuertísimo que tiene de la resurrección. El puesto central que ocupa el Crucifijo en las iglesias y basílicas católicas, lo ocupa en las iglesias ortodoxas la imagen del Cristo Resucitado, a quien ellos llaman –desde tiempos bizantinos– el Pantocrátor, es decir, el Señor Todopoderoso. Durante el tiempo de Pascua –continúa explicando el padre– si alguien encuentra a otro amigo por la calle, lo saluda diciendo: “¡Cristo ha resucitado!”, y el otro responde: “¡En verdad ha resucitado!”. Y está tan arraigada esta costumbre en el pueblo, que se cuenta esta simpática historia que sucedió a los inicios de la revolución bolchevique:
«Se organizó en una ocasión un debate público sobre la resurrección de Cristo. Habló primero el comunista ateo y con su discurso había demolido para siempre –según él– la fe de los cristianos en la resurrección. Cuando éste bajó, le tocó el turno al sacerdote ortodoxo, que debía defender el dogma de la resurrección. El humilde sacerdote miró a la muchedumbre que, a su vez, lo veía con gran expectación. Y comenzó su discurso con el habitual saludo, diciendo: “¡Cristo ha resucitado!”. Y todos respondieron en coro, instintivamente: “¡En verdad ha resucitado!”. Al escuchar esta respuesta, el sacerdote bajó del podio en silencio». Allí estaba la respuesta. No había necesidad de añadir ya nada más.
El mismo P. Cantalamessa cuenta que en una ocasión tuvo la oportunidad de celebrar la Pascua ortodoxa en Iasi, una ciudad de Rumania, no mucho tiempo después de la caída del régimen comunista, y se quedó maravillado. La Pascua es algo que la gente lleva en la sangre. Toda la ciudad, por la tarde, corre a reunirse en torno a la catedral para escuchar al obispo que da el anuncio solemne de la resurrección. Y cuando el obispo ha hecho la proclamación, cada uno de los fieles enciende una vela y comienza a cantar una melodía que se saben de memoria, hasta los más pequeños, y que se repetirá al infinito durante todo el tiempo pascual: «Cristo ha resucitado de entre los muertos, con su muerte ha destruido la muerte y ha dado la vida a los muertos en los sepulcros». La resurrección del Señor ha dejado su impronta indeleble no sólo en la liturgia, sino también en la literatura, en la música, en el arte y en el folklore de los pueblos ortodoxos. Uno de los pasos más vibrantes y bellos de la música rusa es, en efecto, la Gran Pascua rusa de Rimskij-Korsakov.

En una palabra, no basta con “creer” sólo en la resurrección del Señor –diríamos con una fe teórica y nominal–, sino de vivirla en la práctica y de hacer una profunda experiencia de ella en nuestra vida de todos los días: en la oración, en la caridad, en nuestro trato con las demás personas. Cristo ha vencido a la muerte para siempre y con su resurrección nos ha traído la paz, la alegría, el gozo, la vida eterna. Éste es el mensaje del Evangelio de hoy y de todo el período pascual: ¡Cristo ha resucitado! ¡Aleluya!