¿Estas triste o afligido? ¡Aquí está tu furza y tu consuelo!

Domingo VI de Pascua, Ciclo A

Autor: Padre Sergio A. Cordova, L.C.

Fuente: catholic.net (con permiso del autor)  

           

Se cuenta que en una ocasión se encontraban dos amigos en un velorio. Y uno de ellos, acercándose al féretro y con el ánimo de consolarla, le dice a la hermana del difunto: - “Lo siento”. Y ella, toda confundida, le responde: - “No, mejor déjalo acostado”.

            ¡Qué difícil nos resulta consolar a un amigo en un momento de dolor! Todos tenemos la experiencia de ello. Ante la muerte de un ser querido, una pena moral muy fuerte o un fracaso que lo ha dejado totalmente postrado, no sabemos qué palabras usar. Sentimos una extraña sensación de impotencia y de inutilidad ante la aflicción del amigo. Nos quedamos como mudos y no nos atrevemos a romper ese silencio de dolor. Lo mejor que podemos ofrecerle es nuestro cariño, nuestro afecto sincero, nuestra comprensión y compañía. Y en nuestra vida personal también nosotros pasamos por situaciones semejantes. Experimentamos en ocasiones el peso de un profundo dolor, de la soledad, la debilidad y nos sentimos inermes y abatidos.

            Hace días, por ejemplo, me decía una chica que el dolor del alma es terrible y que no se puede llegar a comprender o a explicar su amargor. ¡Pero también para esto hay un remedio! Jesucristo nos prometió mandarnos un “Consolador”, y el Evangelio de este domingo nos habla precisamente de esta promesa de Cristo: “Yo rogaré al Padre y Él les mandará otro Consolador para que esté con ustedes para siempre el Espíritu de la verdad”.

            Jesús nos habla de “otro” Consolador, porque Él fue el primero, según las bellas palabras del profeta Isaías, referidas a Cristo: “El Espíritu del Señor está sobre mí porque Él me ha ungido y me ha enviado para predicar la Buena Nueva a los abatidos, para sanar a los quebrantados de corazón... y para consolar a todos los tristes y afligidos de Jerusalén” (Is 61, 1-2). Al iniciar su vida pública, nuestro Señor se aplicó a sí mismo estas palabras proféticas y las cumplió al pie de la letra: “Pasó haciendo el bien -nos dice san Pedro-, curando toda enfermedad y dolencia”. Y todo el Evangelio rebosa de esos milagros que Jesús, movido por su misericordia, constantemente realizaba. Allí están los testigos: “a los ciegos se les devuelve la vista, los sordos oyen, los leprosos quedan limpios, los muertos resucitan y los pobres son evangelizados” (Mt 11,5). Era –si se me permite la expresión– más su ternura la que curaba que su mismo poder taumatúrgico. La ternura es la fuente del verdadero consuelo. Es el poder inmenso del amor y de la comprensión. Cristo así lo hizo. Y ahora, que se va al Padre y deja a sus discípulos –a nosotros–, nos promete que “no nos dejará huérfanos y nos mandará otro Consolador”. Nos está hablando del Espíritu Santo. Él es el Amor en persona.

            Sin embargo, corremos el gravísimo riesgo de no conocer a este gran Consolador. “El mundo –nos dice Cristo– no puede recibirlo porque no lo ve ni lo conoce”. Y si nosotros somos del mundo más que de Cristo, tampoco lo conoceremos ni lo podremos recibir...

            Cuenta Lucas en el libro de los Hechos de los Apóstoles que Pablo, cuando llegó a Éfeso y les preguntó a los discípulos si habían recibido al Espíritu Santo, le respondieron: “Pues ni siquiera sabíamos que existía el Espíritu Santo” (Hech 19, 1-2). ¡Qué ignorancia de cristianos! Pero, la verdad es que nosotros tampoco “cantamos mal las rancheras”. Nos parecemos demasiado a esos primeros cristianos de Éfeso. Un teólogo contemporáneo escribió, hace ya tiempo, un libro que se hizo famoso, titulado: “El gran desconocido”. Sí, hablaba precisamente del Espíritu Santo. ¿No será para nosotros también ese “gran desconocido”?

            Y, sin embargo, Él es nuestro verdadero Consolador, el bálsamo de nuestras heridas, el único capaz de sanar profundamente nuestros corazones abatidos por la tristeza, deshechos por el sufrimiento moral y por la desesperanza; tal vez ya destrozados por la desilusión, la decepción y el desengaño... ¡Tántas esperanzas rotas! ¡tántos fracasos y lágrimas estériles!... Pero para Dios no hay dolores estériles si sabemos seguir confiando a pesar de todo, y esperando contra toda esperanza humana. Las lágrimas son como la lluvia que hace nacer el arco iris en el paisaje de nuestra alma. “Ustedes llorarán –nos dijo nuestro Señor en la Ultima Cena–, pero su llanto se convertirá en gozo y nadie les podrá arrebatar ya su alegría” (Jn 16,22). ¿Y sabes cuál es el motivo de esa alegría? ¡Cristo resucitado y el envío del Espíritu Santo!

            Hemos sido creados por Dios para la alegría, para ser felices. Por eso Santa Teresa decía que “un santo triste es un triste santo”. Y Nietzsche se escandalizaba cuando veía a un cristiano amargado. Nuestra vocación es la alegría y ésta sólo Dios y su Espíritu Santo nos la pueden dar. El mundo no entiende esto porque “no lo ve ni lo conoce”. Pero nosotros, los cristianos, sí. Deja que el Espíritu Santo entre hasta el fondo de tu alma, y serás el más feliz de todos los hombres de este mundo. Y, si quieres convencerte de ello, haz la prueba tú mismo, a partir de este mismo momento.