La respuesta a todos tus problemas

Domingo V de Pascua, Ciclo A
Autor: Padre Sergio A. Cordova, L.C.

Fuente: catholic.net (con permiso del autor)  

           

Hace tiempo escuché una frase que me impresionó mucho y me dejó pensativo: “No le digas a Dios cuán grande es tu problema; más bien dile a tu problema cuán grande es Dios”. Y es totalmente cierto. Pensé que muchas veces éste es el verdadero problema que nos aqueja: la falta de fe y de confianza en Dios, pues si tuviéramos fe en Él y si realmente confiáramos en su poder infinito y en su misericordia, tendríamos solucionados todos los problemas que nos afligen.

            Es esto precisamente lo que nos enseña nuestro Señor Jesucristo en el Evangelio de este quinto domingo de Pascua: “No se turbe su corazón; si creen en Dios –nos dice Cristo–, crean también en mí”. Es como si nos dijera: “Yo soy Dios y tengo el mismo poder de Dios. Si realmente tienes fe en Dios, debes tener la misma fe en mí”. En efecto, Cristo es Dios y todo lo que quiere, lo hace, en el cielo y en la tierra, como rezamos en el Salmo 134. El mismo que creó el universo con una sola palabra, ¿no puede acaso solucionar también nuestros pequeños problemillas con una sola palabra? “Para Dios no hay nada imposible” fue lo que le dijo el arcángel san Gabriel a la Santísima Virgen María cuando le anunció que sería la Madre del Salvador. Y, en otro pasaje de la vida pública, Jesús nos aseguró que “todo es posible para el que tiene fe” (Mc 9, 23). Es esta misma la enseñanza que nos da Cristo el día de hoy.

            En el Evangelio vemos a Jesús con sus apóstoles en el Cenáculo. Es el discurso de la Ultima Cena, y les está prometiendo una morada eterna. Les dice que no tengan miedo porque va a prepararles un sitio especial en el cielo. Y, además, –continúa– ellos ya conocen el camino que conduce a esa morada celestial. Tras estas misteriosas palabras, interrumpe Tomás, el discípulo que se hizo famoso por su triste incredulidad después de la resurrección de Cristo: “Señor, no sabemos a dónde vas. ¿Cómo, pues, podemos conocer el camino?” Y Cristo, ni corto ni perezoso, le responde con una claridad contundente, con unas palabras que llenan nuestra alma de seguridad: “Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida. Nadie va al Padre sino por mí. Si me conocieran a mí, conocerían también a mi Padre, y desde ahora ya lo conocen y lo han visto”. ¡Qué palabras tan maravillosas y sorprendentes! Efectivamente, ¡Cristo es Dios mismo!, el Hijo de Dios en persona, y quien lo conoce a Él, conoce también al Padre eterno. Y, para reforzar estas palabras reveladoras, añade a continuación: “Créanme: yo estoy en el Padre y el Padre está en mí. Si no, créanlo por las obras que realizo”. ¡Exacto! “Por sus frutos los conocerán” fue el consejo que nos dio el mismo Cristo para discernir el árbol bueno del malo, y para probar la veracidad del auténtico discípulo suyo. Y ahora se aplica a sí mismo este mismo criterio: “Vean mis obras y, a través de ellas, descubran quién soy yo”...

            Lo que nos pasa es que muchas veces andamos tan ciegos, engañados por los pequeños o grandes problemas y preocupaciones de nuestra vida que no tenemos tiempo ni para ver bien a nuestro alrededor. Parecería que sólo tenemos ojos para vernos a nosotros mismos y, para colmo, no vemos más allá del corto radio de nuestras narices. Comenzamos jugando al escondite, como un simpático pasatiempo infantil, y terminamos envueltos en un completo laberinto o perdidos en la maraña del bosque. Y, entonces, nos sucede como a aquel que, teniendo el sol enfrente, quiere cubrir sus rayos con la punta de su dedo pulgar.

            Sin embargo, la solución es bastante sencilla: ¡basta querer ver a Dios y descubrir su amorosa presencia y su acción poderosa en las pequeñas o grandes circunstancias de todos los días, que son las acciones que Cristo realiza! “Si quieres creer –nos vuelve a repetir–, mira mis obras”.

            Y, para ratificar lo antes dicho, nos hace Cristo una promesa extraordinaria, que supera todos nuestros cálculos y expectativas humanas. Es como un maravilloso “toque de gracia”, la estocada final de un buen torero después de una excelente corrida: “Te lo aseguro: el que cree en mí, hará también él las obras que yo hago, y las hará aún mayores, porque yo me voy al Padre”.... ¿Para qué queremos más palabras? ¿No es ya suficiente? ¡Esto basta para afirmar nuestra fe incondicional en Jesucristo, el Hijo de Dios! Sí, ¡con Cristo TODO lo podemos! Él es la solución a todos nuestros problemas y quien da el verdadero sentido a nuestra existencia. Después de este solemne juramento –que es increíble para el que piensa sólo según criterios mundanos y carnales–, ¿aún dudaremos del poder infinito de Jesucristo? Ojalá que, con san Pablo, todos podamos gritar a partir de hoy: “¡Todo lo puedo en Aquel que me conforta!” (Fil 4, 13).