Extasiados antes el misterio

Domingo II de Navidad, Ciclo A

Autor: Padre Sergio A. Cordova, L.C.

Fuente: catholic.net (con permiso del autor)          

 

 

¡Hemos iniciado el año nuevo! Y una palabra de felicitación es obligada. Pero no lo hago por fuerza, sino con gran sinceridad y de todo corazón. ¡Que Dios nuestro Señor colme de gracias y bendiciones a los que lean hoy estas páginas, y bendiga a sus familiares y seres queridos! Son mis mejores deseos para todos.


Todavía nos encontramos en medio de estas hermosas festividades navideñas. Y el Evangelio que hoy nos ofrece la Iglesia es exactamente el mismo que leímos y escuchamos el día de Navidad. Es un Evangelio maravilloso, con un contenido teológico riquísimo, y que ha sido fuente de inspiración espiritual para los cristianos de todas las épocas de la historia. Miles y miles de exegetas, de escrituristas, teólogos y Padres de la Iglesia han comentado este texto evangélico, sin agotar jamás toda su enjundia. 


Cada frase merecería un tratado doctrinal. Ciertamente, no pretendo en estas breves líneas ni siquiera esbozar algo de todo lo que se ha dicho al respecto. Más bien, quisiera invitar hoy a cada uno a tomar alguna frase, a meditarla en silencio, y a tratar de entrar, a través de la fe y del amor, en una profunda contemplación del misterio que nos esconde.


“En el principio existía el Verbo, y el Verbo estaba junto a Dios, y el Verbo era Dios. El Verbo en el principio estaba junto a Dios”. Estas palabras misteriosas abren el cuarto Evangelio, al que los teólogos han querido llamar “el Evangelio espiritual”, y a su autor “el evangelista místico”.


Es sabido que los símbolos que la Iglesia ha asignado a los evangelistas están tomados del libro del profeta Ezequiel, y se aplican a cada autor sagrado según el modo como inicia su narración. Juan comienza con el misterio mismo de la vida de la Trinidad; y, por ser éste un misterio tan alto y tan sublime, se le ha dado a Juan el símbolo del águila, pues sólo ella es capaz de remontarse hasta las alturas. 


Juan nos lleva, desde las primeras líneas de su Evangelio, hasta el misterio insondable de la eternidad de Dios: el misterio del Dios Creador es también el del Hijo. El Padre creó todas las cosas por medio de su Palabra y de su Espíritu: “Por medio del Verbo se hizo todo, y sin Él no se hizo nada de lo que se ha hecho. En la Palabra había vida, y la vida era la luz de los hombres. La luz brilla en la tiniebla, y la tiniebla no la recibió”. Parece evocarnos las primeras páginas del libro del Génesis, en donde el autor sagrado nos narra, emocionado, cómo fue separando las tinieblas del caos e iluminándolas con su luz creadora. 


Esa luz de Dios es el mismo Hijo eterno del Padre: “La Palabra era la luz verdadera, que alumbra a todo hombre. Al mundo vino y en el mundo estaba; el mundo se hizo por medio de ella, y el mundo no la conoció”. Ahora el evangelista nos va llevando de la mano, poco a poco, al misterio de la Palabra hecha carne, al misterio insondable de la encarnación del Hijo de Dios. Pero en medio de otro gran misterio: la ignorancia, la ceguera y el rechazo de esos mismos hombres a los que Dios venía a salvar: “Vino a los suyos, y los suyos no la recibieron...”
Y, casi como culminación de este bellísimo prólogo de san Juan, hallamos las palabras centrales del misterio: “Y el Verbo se hizo carne, y habitó entre nosotros”. ¡Cuántos santos, místicos y cristianos en general han encontrado en estas sencillas palabras alimento espiritual para sus almas a lo largo de toda su vida! Con una frase tan breve se nos descubre el misterio más sublime de nuestra fe y de la revelación de Dios. Sólo si somos hombres y mujeres de fe y de oración podremos penetrar, al menos un poco, en la contemplación de realidades tan elevadas, y sacar las debidas enseñanzas y aplicaciones para nuestra vida. 
“A Dios nadie lo ha visto jamás. El Hijo Unigénito, que está en el seno del Padre, es quien nos lo ha dado a conocer”. Jesucristo, el Dios omnipotente y eterno, hecho hombre, nacido en Belén, es quien nos ha dado a conocer al Dios invisible para que nosotros tengamos acceso a Él y podamos salvarnos. Dios se dignó hacerse como uno de nosotros, quiso compartir nuestra naturaleza humana en todo, menos en el pecado; murió en la cruz y resucitó por amor a nosotros, para redimirnos del pecado y darnos vida eterna. Gracias a Él, nosotros podemos ser hijos de Dios y gozar de la dicha inefable de participar de su misma vida y naturaleza divina. ¡Sólo Dios podía imaginar y hacer algo tan inaudito! ¡Por el infinito amor que nos tiene!


Ojalá que no seamos superficiales en la consideración de estos misterios insondables. Y pidámosle al Espíritu Santo, a Jesucristo Niño y a su Virgen Madre, en estos días santos de Navidad y año nuevo, la gracia de comprender y de vivir en consonancia con la fe que nos gloriamos de profesar.