El paraíso en la tierra

Fiesta de la Sagrada familia, Ciclo A

Autor: Padre Sergio A. Cordova, L.C.

Fuente: catholic.net (con permiso del autor)

 

 

Un buen hogar siempre estará donde el camino esté lleno de paciencia, donde la almohada esté llena de secretos y el perdón esté lleno de rosas. Estará donde el puente se halle tendido para pasar, donde las caras estén dispuestas para sonreír, las mentes activas para pensar y las voluntades deseosas para servir. 
Un buen hogar siempre estará donde los besos tengan vuelo, y los pasos mucha seguridad; donde los tropiezos tengan cordura, y los detalles significación; donde abunde la ternura y el respeto en el trato diario; donde el deber sea gustoso, la armonía contagiosa y dulce la paz. 
Un buen hogar siempre estará donde el crecimiento sea por el mismo tronco y el fruto por la misma raíz; donde la navegación sea por la misma orilla y hacia el mismo puerto; donde la autoridad se haga sentir y, sin miedos ni amenazas, llene la función de encauzar, dirigir y proteger; donde los abuelos sean reverenciados, los padres obedecidos y los hijos vigilados.
Un buen hogar siempre estará donde el fracaso y el éxito sean de todos; donde disentir sea intercambiar y no guerrear; donde la formación junte los eslabones y la oración forme la cadena; donde las pajas se pongan con el alma y los hijos se calienten con amor; donde el vivir esté lleno de sol y el sufrir esté lleno de fe. 
Un buen hogar siempre estará en el ambiente donde naciste, en el huerto donde creciste, en el molde donde te configuraste y el taller donde te puliste. Y muchas veces será el punto de referencia y la credencial para conocerte, porque el hogar esculpe el carácter, imprime rasgos, deja señales, marca huellas indelebles. Con buenos hogares se podría salvar al mundo, porque ellos tocan a fondo la conducta de los hombres, la felicidad de los pueblos y la raíz de la vida. 
Aunque hay excepciones, ese hogar primero, ese “hogar tronco”, nunca se pierde: ¡te lo llevas en el alma! Nunca se oscurece; queda en las luces que te alumbran el camino. Y nunca se lo lleva el viento; queda prendido en tu raíz. De ese hogar salen las grandes alas que te permiten volar y hacerte águila. Del hogar salen los principios fuertes que enmarcan tu figura para hacerte gigante. Del hogar sale esa fuerza de la fe que resplandece para hacerte estrella. 
¡De ahí salen obras maestras! Porque ahí se gestan los grandes valores del mundo, ahí se incuban las almas de resistencia, de temple y de fe. De ahí salen los grandes conductores de la humanidad, ¡y los grandes seguidores de Cristo! El hogar, hoy en día, es una prioridad, pues, como la buena tierra, ¡da lo que le siembran!
No recuerdo dónde encontré este texto, pero me parece una maravillosa meditación para celebrar hoy a la Sagrada Familia, modelo y prototipo de todas las familias cristianas. Esto es lo que debería ser cada familia. Si cada hogar católico tuviera estas cualidades, el mundo sería mucho más bello, más justo y más humano.
¿Cómo te imaginas tú a aquella familia de Nazaret, compuesta por Jesús, María y José? ¡Qué almas tan exquisitas, de tanta elevación humana y moral, y tan santas! Aun en medio de la sencillez de lo ordinario, su vida estaría, sin duda, permeada de fe, de dulzura, de amor, de comprensión, de obediencia, de servicio y de oración. ¡De verdad que sería un verdadero paraíso en la tierra!....
El Evangelio de hoy se complace en presentarnos reiteradamente la obediencia y la disponibilidad de José a la voluntad de Dios, expresada a través del mensaje del ángel. José, como padre y esposo, era también el guardián y protector de la Virgen Madre y del Niño Jesús. ¡Qué inmensos tesoros quiso confiar Dios a la humildad y a la sencillez de este gran hombre! Y por ello supo ser también digna cabeza de esta Sagrada Familia. 
Todos los padres y esposos cristianos deberían esforzarse sinceramente por imitar a este “varón justo” –como llama el Evangelio, sencillamente, san José—. Y entonces, estoy seguro, su autoridad sería mucho más dulce y llevadera, y sus familias más hermosas, más piadosas, más serenas y risueñas. Yo he conocido muchos hogares así, por fortuna, y son una auténtica bendición de Dios para toda la humanidad.
¡Qué hermosas son esas familias católicas en donde reina la paz, la armonía y el amor entre todos! Y no digo que no tenga que haber esas normales desaveniencias que se dan en todo núcleo humano. Negarlo sería caer en un angelismo ingenuo e idealista. Pero, en medio de esos avatares, son maravillosos esos hogares en los que se palpa a Dios, se vive el Evangelio y se trata de vivir como aquella familia de Nazaret.
El Papa Pablo VI, cuando visitó Tierra Santa en enero de 1964, dirigió una hermosa alocución en el lugar que vio crecer a Jesús. Y, hablando de las principales enseñanzas de la Sagrada Familia, decía: “Que Nazaret nos enseñe el significado de la familia, su comunión de amor, su sencilla y austera belleza, su carácter sagrado e inviolable, lo dulce e irreemplazable que es su pedagogía, y lo fundamental e incomparable que es su función en el plano social”.
La familia cristiana –como recordaba el Concilio Vaticano II— es una “iglesia doméstica”, pues en ella se nace no sólo a la vida física, sino también, en cierto modo, a la vida de la gracia. Ella es como la puerta de ingreso a la fe y a la vida eterna, pues son los padres cristianos quienes acercan a sus hijos al bautismo, los encaminan a los sacramentos y les propician una auténtica educación en la fe y en el amor a Dios. 
Además, el hogar es el nido en donde el infante, el niño, el joven y el hombre maduro encuentran siempre comprensión, indulgencia, fortaleza, apoyo, amor desinteresado y puro, y una santa elevación hacia las cosas eternas. En el fondo, todos seguimos siendo un poco niños toda la vida y, por ello mismo, profundamente necesitados del calor de una familia. En el corazón de María, de Jesús y de José encontramos ese tesoro que anhela nuestra alma. Y es lo que también nosotros, como cristianos, hemos de dar a los demás, a ejemplo de la Sagrada Familia de Nazaret.