Mi reino no es de este mundo

Domingo XXXIV del tiempo ordinario, Ciclo B

Autor: Padre Sergio A. Cordova, L.C.

Fuente: catholic.net (con permiso del autor)   

 

Hemos llegado al último domingo del tiempo ordinario, antes de iniciar el período del adviento. Y la Iglesia siempre celebra y proclama en este día a Jesucristo, Rey universal.

Las lecturas de la Misa de hoy nos presentan al Cristo Rey ya glorificado y Señor de la historia: en el Apocalipsis aparece Jesucristo, “el Testigo fiel, el Primogénito de entre los muertos, el Príncipe de los reyes de la tierra”. Él es “el que es, el que era y el que viene”; o sea el Eterno, el Todopoderoso. Es este mismo Jesús glorificado a quien contempla el profeta Daniel en su visión apocalíptica: “Yo vi en una visión nocturna venir a un Hijo de hombre sobre las nubes de l c ielo, y a Él se le dio el poder, honor y reino. Y todos los pueblos, naciones y lenguas le servían. Su poder es eterno, no cesará; su reino no acabará”.

En el Evangelio, en cambio, vemos al Jesús “terreno”, al Jesús histórico, que comparece ante Pilato poco antes de ser condenado a muerte y colgado sobre la cruz. Y aparece el Cristo Hombre en toda su majestad y grandeza, como prefigurando ya su divinidad: “Tú lo dices –responde a Pilato—: Soy Rey. Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo”…. ¡Sí! Para ser Rey.

Pero Cristo no es un rey cualquiera: “Mi reino no es de este mundo”. No es un reino de honores, de riquezas, de poderes y dignidades como lo entiende el mundo. Su reino es de una dimensión trascendente y muy superior. No es un reino terreno, sino celestial. Es un reino de amor, de justicia, de gracia y de paz; un reino que está muy por encima de las ambiciones humanas. Un reino que heredarán los pobres, los mansos, los que sufren, los misericordiosos, los humildes, los pacíficos, los perseguidos… Un reino, en definitiva, que poseeremos plenamente en la otra vida, pero que ya ha iniciado desde ahora.

La semana pasada, meditando sobre el Evangelio del fin del mundo, nos preguntábamos si nuestro Señor, al hablar del juicio, no querría, más bien, traernos un lenguaje de optimismo y de esperanza. Como la higuera: “cuando las ramas se ponen tiernas y brotan las yemas, es porque la primavera está cerca”. Y concluíamos nuestra reflexión afirmando que está llegando una nueva primavera. Pues en el Evangelio de hoy encontramos una confirmación. ¡Cristo es Rey para siempre y su imperio nunca acabará!

Tenemos a la vista muchísimos signos de esperanza en la Iglesia y el mundo. No sólo por la certeza absoluta del triunfo definitivo de Cristo, nuestro Rey. También por todos los “signos de los tiempos” que podemos contemplar. Después de los dificilísimos años del posconcilio, en los que parecía prevalecer en tantos ambientes un aire enrarecido de confusión –cuando no de abierta oposición a la Iglesia, al Papa y a toda forma de autoridad— Juan Pablo II ha sabido dirigir la nave de Pedro con gran sabiduría, prudencia, caridad y pulso firme, e imprimir a la Iglesia una nueva dirección. Desde la revolución estudiantil y “cultural” de 1968 se desencadenó una fuerte marejada de indisciplina, de rebelión, de confusión doctrinal y moral, de relativismo y de subjetivismo en casi todas las formas del pensamiento y de l c omportamiento humano. Entró en crisis la familia y la vida misma; los valores humanos y cristianos tradicionales comenzaron a ser abiertamente impugnados, atacada la moral de la Iglesia, y la sociedad en genera l c ayó en un fuerte estado de secularización.

Sin embargo, a pesar de que todavía queda muchísimo por hacer en todos los campos, yo percibo que con el pontificado de Juan Pablo II hemos dado grandes pasos hacia adelante.

En efecto, desde su primer viaje apostólico quiso autodenominarse “testigo de esperanza” porque había intuido que el mundo y la Iglesia de nuestro tiempo necesitaban con urgencia una nueva ilusión y una firme esperanza. Y con Juan Pablo II este mundo ha vuelto a revivir o, al menos, a respirar un aire más puro. A pesar de todos los problemas que afligen a nuestra sociedad, miles y millones de jóvenes siguen al Papa por las diversas latitudes del planeta para escuchar su palabra y compartir con él sus anhelos e inquietudes.

Hoy en día, la voz del Papa es casi la única que se eleva con fuerza y resuena con claridad en la conciencia de los hombres para guiarlos por los senderos de la verdad y de la moral, sea en e l c ampo familiar, político, económico o social. Ningún líder goza hoy, a nivel internacional, de mayor autoridad que él, y su palabra tiene un peso y una repercusión real en todos los ámbitos. Todos le escuchan, independientemente de l c redo, raza, cultura o nación a la que pertenezcan. Le escuchan lo mismo los católicos que los cristianos de las demás confesiones, los musulmanes, los judíos y los agnósticos; los políticos, los hombres de ciencia y del pensamiento; su mensaje de justicia y de paz es acogido tanto en occidente como en oriente, y es punto de referencia esencial para mediar en cualquier problema internacional. Él ha trabajado como nadie en el mundo de hoy por la defensa y promoción de la dignidad del ser humano: ha salido en defensa de la mujer, del niño, del anciano, de los pobres, de los marginados, de los emigrantes, de los que sufren las consecuencias de la guerra o de la injusticia. No hay situación humana a la que no salga al paso con su palabra y con su acción. El diálogo con todas las culturas y religiones, así como el gran esfuerzo ecuménico para unir a los cristianos en la única Iglesia de Jesucristo hablan de la grandísima amplitud de espíritu como ningún hombre de nuestro tiempo. Podemos decir, con razón, que la Iglesia nunca había gozado de tanta autoridad e influencia a nivel mundia l c omo hoy en día, y que ningún Papa en toda la historia de la Iglesia ha llegado a tantos rincones de la tierra como Juan Pablo II.

Y todavía hoy, ya enfermo y anciano, continúa transmitiendo su mensaje de paz y de esperanza, promoviendo la justicia, el derecho y el diálogo. En fin, a pesar de su debilidad física sigue siendo un bastión y una fortaleza espiritual. El hombre de nuestro tiempo ve en él un auténtico testimonio de los valores perennes y eternos, de un reino que ya ha comenzado en esta tierra y que nunca acabará, porque está cimentado sobre la única Roca inconmovible: Jesucristo nuestro Señor, Rey universal. ¡Él es nuestra esperanza!