Teresa de Calcuta, un ángel de la Caridad

Domingo XXXII del tiempo ordinario, Ciclo B

Autor: Padre Sergio A. Cordova, L.C.

Fuente: catholic.net (con permiso del autor) 

 

           

Hace apenas tres semanas, el pasado 19 de octubre, el Santo Padre beatificaba a la Madre Teresa de Calcuta, aquí en Roma. Esta bella y solemne celebración tuvo lugar en el marco de los XXV años de su pontificado. La plaza de San Pedro estaba abarrotada de fieles y de peregrinos venidos de diversas partes del mundo. Los medios informativos oficiales hablaban de 300,000 personas congregadas en la plaza del Vaticano. 

Al Papa se le veía muy emocionado y complacido. Había albergado el sueño de beatificar a esta gran mujer a quien trató en muchas ocasiones y con quien se entendió de maravilla. Y no es de extrañar. Entre los santos se da una profunda empatía espiritual, una estupenda “química”. Son almas gemelas a quienes une la fe y el amor de Dios. El mismo Santo Padre confesó ese día en su homilía: “Estoy personalmente agradecido con esta valerosa mujer, a quien siempre he sentido cerca de mí”.

El altar y el presbiterio lucían con bellos adornos florales de la India, y la celebración se vio engalanada con cantos religiosos orientales y con una danza ritual hindú durante la procesión de las ofrendas y de las reliquias de la nueva beata. Estaban presentes alrededor de 500 Misioneras de la caridad acompañadas de 3.500 pobres, traídos por ellas, que ocupaban los puestos de preferencia.

La Madre Teresa de Calcuta es mundialmente conocida por sus obras de caridad al servicio de los “más pobres de los pobres”. Fue durante sus estudios de juventud, en la India, cuando descubrió su nueva vocación, para dedicarse por entero a los más marginados y necesitados de los hombres. 

Calcuta es una ciudad llena de terribles contrastes sociales. La miseria en la que tanta gente vive golpea sin piedad los ojos del visitante. En el libro “La ciudad de la alegría”, escrito ya hace algunos años, el famoso reportero Dominique Lapierre pinta con un realismo casi brutal el flagelo de tanta pobreza que hiere sin escrúpulos a tantos seres humanos. Por las estrechas calles de esta metrópoli surrealista pasean, como fantasmas, esqueletos humanos revestidos de piel.

Mujeres que dan a la luz en la calle, niños que literalmente mueren de hambre, a la vista de los transeúntes, mientras buscan en los basureros algo con que llenar su pequeño vientre; familias enteras que viven –¿viven? a durísimas penas logran sobrevivir— en los arrabales de la periferia; y ancianos moribundos tirados por las calles públicas, casi como perros, sin que nadie se preocupe por ellos… Ésta es Calcuta, el hogar que escogió este ángel de la caridad llamado Madre Teresa para entregarse a sus hermanos.

Al contemplar tanta tragedia, la Madre se dedicó a recoger niños, mujeres, ancianos y a los llagados de todo tipo de enfermedad –sobre todo leprosos y tuberculosos—; preparó albergues para acoger a estos pobres hermanos, débiles y sufrientes; pidió al Estado hindú una barraca para recibir a los moribundos, que eran el desecho de la sociedad y no tenían ni un rincón para morir dignamente; y se consagró a repartir su caridad, su atención y sus servicios solícitos a estos miembros doloridos del Cuerpo místico de Cristo. ¡Cuánto amor prodigó esta mujer, prolongación viviente del amor de Dios Padre!

El Papa, en la homilía que pronunció durante su beatificación, recordaba el día en que Madre Teresa recibió el Premio Nobel de la Paz. Gritaba al mundo entero: “Si oyen que alguna mujer no quiere tener a su hijo y desea abortar, intenten convencerla para que me traiga ese niño. Yo lo amaré, viendo en él el signo del amor de Dios”.

En un escrito reciente, el Cardenal Martini, afirmaba que “el secreto de la Madre Teresa era su capacidad de ver en el rostro del más pobre y abandonado el rostro del Señor Jesús. Y toda su labor estaba sostenida por una oración intensa y por un constante deseo de santidad”. En efecto, en Sishu Bhavan, la casa infantil de Calcuta, la Madre Teresa escribió: “El fruto del silencio es la oración; el fruto de la oración es la fe; el fruto de la fe es el amor; el fruto del amor es el servicio; y el fruto del servicio es la paz”. 

He pensado inmediatamente en esta “pequeña gran mujer” –pequeña por su humildad y por su estatura; grande por su alma, por su fe y su amor— cuando leí el Evangelio de este domingo. Esa pobre viuda de la que nos habla nuestro Señor y que sólo echa dos centavos de limosna en el templo es –según la sentencia del mismo Cristo— “la que dio más que todos, porque ella echó todo lo que tenía para vivir”. No sé si haya mucha relación, pero a mí me vino espontánea la comparación de esta viuda con la Madre Teresa. No sólo por su pobreza, sino porque, al igual que la viuda, ella supo dar TODO al Señor y a los demás, con un grandísimo amor y caridad, “hasta que duela” –como ella solía decir—. 

Y también repetía con frecuencia: “Nunca dejemos que alguien se acerque a nosotros y no se vaya mejor y más feliz. A veces creemos que lo que hemos logrado es sólo una gota en el océano. Pero, sin ella, el océano estaría incompleto. Lo más importante no es lo que damos, sino el AMOR que ponemos al dar. Halla tu tiempo para practicar la caridad. Es la llave del Paraíso”. 

Ojalá que pongamos por obra estas palabras. Si así lo hacemos, también nosotros pondremos nuestro granito de arena para construir un mundo mejor y más humano, contribuiremos con nuestra gotita de agua para llenar el océano y, en fin de cuentas, es así como nos ganaremos un premio para la vida eterna.