La cobra del desierto

Domingo IV de Cuaresma, Ciclo B

Autor: Padre Sergio A. Cordova, L.C.

Fuente: catholic.net (con permiso del autor)  

           

Hoy vamos a hablar de la cobra del desierto. ¿Se trata de un libro inédito de Emilio Salgari o de Julio Verne? A juzgar por el título, bien podría ser. Pero no.
El libro de los Números nos narra el largo peregrinar del pueblo de Israel por el desierto, durante esos cuarenta años. Al final, llegan al monte Nebo, al otro lado del Jordán, antes de entrar a la tierra prometida. La Biblia nos cuenta que allí murió Moisés. También este libro nos cuenta, entre otras cosas, todas las rebeldías de los israelitas contra Dios y contra Moisés, por no dar crédito a sus promesas y por murmurar contra Él. Entonces Dios –nos refiere la Biblia– les mandó serpientes para castigar a los rebeldes. A muchos los mordieron y, después de una fiebre intensa, morían. Aquí es, pues, donde aparecen las famosas cobras. En realidad, no sabemos si eran cobras o coralillos, o cualquier otro tipo de culebras, pero eso es lo de menos. 

Ante este panorama, Moisés, a petición del pueblo, ora a Yahvéh. Y en respuesta, el Señor le manda hacer una serpiente de bronce y colocarla sobre un asta; todos los que sufrieran una picadura de serpiente, con solo verla, sanarían.
Jesucristo nuestro Señor, en el Evangelio de hoy, evoca este pasaje bíblico: “Como Moisés levantó la serpiente en el desierto, así es preciso que sea levantado el Hijo del hombre, para que todo el que crea en Él, tenga vida eterna”. Claramente nos está ya hablando de su pasión y de su próxima muerte en la cruz. Él también será levantado sobre la tierra y colocado sobre un asta, como signo y causa de nuestra salvación. Así, todo el que contemple con fe al Crucificado y lo acepte de verdad como Redentor, obtendrá la vida eterna.

Pero Cristo quiere dejar bien claro el motivo de su pasión y de su muerte en la cruz: el amor infinito del Padre hacia nosotros al entregarnos a su único Hijo para redimirnos del pecado. Y, por otro lado, está también la total libertad con que el Hijo se entrega a la muerte por amor al hombre: “Nadie me quita la vida –dirá en otro pasaje–; soy yo quien la doy por mí mismo, pues tengo poder para darla y volverla a tomar”.

A este propósito, me acuerdo de una hermosa historia. Se cuenta que, en una ocasión, un hombre estaba navegando en un velero junto con su hijo y un amigo de su hijo, a lo largo de la costa del Pacífico. De pronto, se desencadenó una fuerte tempestad que les impidió volver a tierra firme. Las olas se encresparon a tal grado que el padre, a pesar de ser un marinero de experiencia, no pudo mantener a flote la embarcación, y las aguas del océano arrastraron con violencia a los tres. El padre, en su lucha frenética contra el mar, logró agarrar una soga; pero enseguida tuvo que tomar la decisión más terrible de su vida: a cuál de los dos muchachos tirarle el otro extremo de la soga. Tuvo sólo escasos segundos para decidirse. La agonía de la decisión era mucho peor que los embates de las olas. Miró en dirección a su hijo y le gritó: – “¡Te quiero mucho, hijo mío!”– y le tiró la soga al amigo de su hijo. En el tiempo que le llevó al amigo jalar hasta el velero volcado en campana, su hijo desapareció bajo los fuertes oleajes en la oscuridad de la noche. Jamás lograron encontrar su cuerpo.

Tal vez esta historia real nos puede ayudar a comprender lo difícil que debió haber sido para Dios entregar a su Hijo para salvarnos. Y resulta casi imposible creerlo si no fuera porque el amigo de ese hijo era cada uno de nosotros.

Durante la hermosa celebración de la Vigilia pascual, la Iglesia pone en labios del sacerdote que proclama el pregón estas conmovedoras palabras: “¿De qué nos serviría haber nacido si no hubiésemos sido rescatados? ¡Qué incomparable ternura y caridad! ¡Para rescatar al esclavo entregaste al Hijo!”. Así es. Ni más ni menos.

Nos vamos acercando cada vez más a la Pascua del Señor, a la celebración de los misterios de la pasión, muerte y resurrección de nuestro Señor Jesucristo. Ojalá que, día tras día, vayamos penetrando en nuestra oración y meditación, con inmensa devoción y fe, en todo lo que significó para Cristo ir a la cruz por nosotros: ¡qué infinito amor y generosidad de parte suya para morir en lugar tuyo y mío, para devolvernos la amistad con Dios y abrirnos las puertas del cielo! Y ojalá que esta meditación nos lleve a cada uno de nosotros a optar por vivir en la luz y no en las tinieblas, como nos pide Cristo en el Evangelio de hoy; o sea, a llevar una auténtica vida de gracia y a desterrar para siempre el pecado en nuestra vida, en todas sus formas y manifestaciones.