Un nuevo templo

Domingo III de Cuaresma, Ciclo A

Autor: Padre Sergio A. Cordova, L.C.

Fuente: catholic.net (con permiso del autor)  

 

 

Ya tenemos un nuevo templo. ¿¡Otro!? Sí, pero no estamos hablando de la construcción de otro templo protestante o de los testigos de Jehová, gracias a Dios. Se trata de un templo muy especial. Verás.

En las dos semanas anteriores meditábamos en el significado existencial y espiritual del desierto y de la montaña. Ahora nos toca detenernos en el templo. Ésta es la tercera etapa de nuestro camino cuaresmal. Y éste es también el tema del Evangelio de este tercer domingo de Cuaresma. Si cuando hablamos del desierto y de la montaña, decíamos que eran lugares privilegiados para la oración, con mayor razón lo es el templo. 

Pero Juan está para presentarnos una escena dramática e impresionante: Jesús, con una violencia insólita, va a expulsar a los mercaderes de ese lugar de oración, que es el templo. Y para comprender mejor este pasaje, tratemos de penetrar en las circunstancias históricas del relato.

Nos encontramos ya muy próximos a la Pascua. Las fiestas pascuales eran las celebraciones religiosas más importantes del año para todo judío. En ellas conmemoraban la liberación de Israel del yugo del faraón y de la esclavitud en Egipto. Recordaban con gran solemnidad y regocijo cómo Dios, aquella primera noche santa de Pascua, había pasado por las casas de los egipcios matando a todos los primogénitos, desde los hombres hasta los animales, tomándose venganza de los falsos dioses de Egipto sin que los israelitas sufrieran ningún daño. “Pascua” significa precisamente “paso” del Señor. Aquella noche inmolaron el cordero, símbolo de la liberación y del sacrificio ofrecido al Señor Yahvéh. Y eran tan importantes estas fechas que todo judío piadoso –incluso los de la diáspora– debían viajar a Jerusalén, al menos una vez en la vida, para dar gracias a Dios por estos gloriosos acontecimientos de salvación.

Por eso, con ocasión de las fiestas de Pascua, Jerusalén se atestaba de peregrinos venidos de todas las partes del mundo conocido. La ciudad santa contaba por entonces con unos 50.000 habitantes y se dice que para estas celebraciones llegaba a albergar incluso hasta medio millón de visitantes.

Durante esos días, la gente se dirigía al templo a orar, a ofrecer limosnas y holocaustos, además de la inmolación solemne del cordero pascual. Pero todos estos animales debían ser ritualmente “puros” y los sacerdotes se encargaban de aprobarlos. Los que habían sido comprados fuera del templo eran considerados no aptos para el sacrificio. Por supuesto que eran los sacerdotes quienes disponían de esos animales “idóneos”, y los vendían a los peregrinos en el recinto del templo tres o cuatro veces más caros del costo ordinario. Y, por si fuera poco, tenían que comprarlos con moneda local. Por eso existían tantos puestos de cambiamonedas, y en cada cambio le robaban a la gente una buena tajada. Obviamente, los dueños de todo este comercio eran los saduceos y los sumos sacerdotes del templo, con Anás y Caifás a la cabeza. Así, en cuestión de dos semanas hacían su agosto y obtenían ganancias superlativas, más que durante el resto del año.

¿Cuál fue el espectáculo que contempló Jesús al entrar ese día al templo? Un griterío, la algarabía de la gente y las discusiones por los cambios de moneda, los pleitos por los abusos en la venta de animales, y el ir y venir de todo el mundo, buscando cada uno su interés particular: los mercaderes, los vendedores de animales, los guardias, los peregrinos. El templo de Dios, literalmente, convertido por sus propios ministros en un mercado, en una “cueva de ladrones”.

Es entonces cuando nuestro Señor, sin pronunciar palabra alguna, pero arrebatado por una santísima ira e indignación, cogió unos cordeles con los que formó un látigo, y con toda la furia de su santo celo comenzó a expulsar a los vendedores, a volcar las mesas de los cambistas con el dinero, a derribar las sillas y a sacar a todos los animales del templo. “Quitad todo esto de aquí –les mandó con toda la audacia de su autoridad– y no convirtáis la casa de mi Padre en una cueva de ladrones”.

El templo era la casa de su Padre y ellos, los sacerdotes, que se creían los puros, los perfectos, la habían profanado con sus robos, con su avaricia, con el tráfico de sus injusticias y de sus arbitrariedades. ¡Esos mismos, los jefes religiosos, quienes se supone que tenían que acercar a la gente a Dios! Por eso Jesús se rebela contra tanta hipocresía y falsedad, y viene a purificar el templo. Pero los intereses económicos de los sacerdotes eran demasiado elevados como para quedarse callados. Y una vez más se encaran con Jesús –como ya lo habían hecho tantas otras veces para tentarlo y ponerlo a prueba– y le preguntan con qué autoridad hace Él esas cosas. ¡Estaba pasando por encima de su poder y destruyendo sus intereses demasiado egoístas y mezquinos!

“Destruid este templo –les responde– y en tres días lo levantaré”. ¡Claro que ellos se burlan!: “Cuarenta y seis años se han tardado para construirlo, ¿y tú lo vas a levantar en tres días?” Ellos no entienden ni jota, como siempre. “Pero Jesús –nos dice el evangelista– hablaba del templo de su cuerpo”. Ha comenzado una nueva era, la edad mesiánica que ya había anunciado desde el inicio de su predicación, y que ellos nunca comprendieron. Jesús es el nuevo Templo. Con Él ha comenzado el nuevo Testamento, la nueva Alianza, el tiempo nuevo de la Iglesia. De hoy en adelante ya no va a importar tanto el edificio material de piedra y de madera, construido en Jerusalén, porque el Cuerpo del Señor es el verdadero templo, el Cuerpo místico de Cristo compuesto por todos los bautizados.

Jesús, con su pasión, muerte y resurrección, inició también la verdadera Pascua: Él es nuestra Pascua y nuestro Cordero pascual, inmolado por nuestra salvación. La verdadera liberación no es la de Egipto, sino la de la esclavitud del pecado y de la muerte eterna.

Hemos llegado, pues, a la tercera etapa de nuestro itinerario cuaresmal, que nos va preparando para celebrar la Pascua del Señor. Vivamos ya desde ahora unidos a Jesucristo nuestro Señor con el corazón purificado por el amor a Él y a los hermanos. La autenticidad de nuestro culto cristiano y de nuestra devoción tiene que medirse por las obras y por la caridad hacia el prójimo.