Aquel día en que Jesús lloró

Domingo V de Cuaresma, Ciclo A

Autor: Padre Sergio A. Cordova, L.C.

Fuente: catholic.net (con permiso del autor)    

 

 

El pasaje de la resurrección de Lázaro es impresionante. A mí siempre me ha impactado mucho, y creo que deberíamos meditar bastante más para llegar a comprender el misterio que aquí se esconde.

El texto evangélico es riquísimo y me parece imposible tratar de comentarlo en unas cuantas cuartillas. Martín Descalzo, en su libro “Vida y misterio de Jesús de Nazaret” dedica todo un capítulo a este pasaje. Son páginas de una gran intuición humana y penetración espiritual, y su lectura resulta deliciosa y conmovedora.

Me gustaría mucho tratar de profundizar en el binomio muerte-vida, que es tan sobresaliente en el evangelio y en las cartas de san Juan; o en el tema de Cristo, Resurrección y Vida. Pero he preferido detenerme hoy en otro aspecto que, en mi opinión, no es menos importante, en cuanto que es también una revelación del alma de nuestro Señor. Y me refiero a las lágrimas de Jesús. Podría parecer un tema secundario o “sentimental”. Pero, cuando es Dios mismo el que llora, creo que la cosa es bastante diferente y muy digna de tomarla en gran consideración.

En España y en muchos países de América Latina, se suele decir que “los hombres no lloran”, y se nos ha educado con esta mentalidad. Se nos ha dicho que las lágrimas son una debilidad, más propias de la mujer que del sexo “fuerte”. Y si he de ser sincero, yo en lo personal siempre he considerado las lágrimas más como un signo de grandeza de alma que como una debilidad. El mismo Dios no tuvo reparo en llorar ni sintió ninguna vergüenza por ello. Creo que las lágrimas –cuando son sinceras y no se llora por un motivo banal— descubren los sentimientos más nobles del ser humano y revelan los misterios más profundos de su corazón. A través de ellas se puede atisbar un poco la intimidad de la persona. Y eso es algo muy sagrado.

¿Por qué llora el ser humano o qué es lo que quiere expresar con las lágrimas? Dolor físico y sufrimiento moral, tristeza, pena, aflicción. Pero también se puede llorar de alegría. Y hay lágrimas de amor, de ternura, de compasión, de piedad, de gratitud, de arrepentimiento. Y también de otros motivos menos nobles, por supuesto. Lloramos cuando experimentamos un sentimiento muy vivo, muy íntimo y profundo, y que no podemos expresar con palabras.

Pues Jesús... ¡también lloró aquel día de la resurrección de Lázaro! “Viéndola Jesús llorar –a María, la hermana de Lázaro— y que lloraban también los judíos que venían con ella –nos dice el evangelista— se conmovió hondamente, y se turbó, y dijo: ‘¿Dónde le habéis puesto?’. Le dijeron: ‘Señor, ven y ve’. Jesús lloró” (Jn 11, 33-35). Es impresionante ese “Jesús lloró”. Es el versículo más breve de todas las Escrituras: dos palabras. ¡Pero de cuán misteriosa profundidad!

Nuestro Señor siempre se caracterizó por el equilibrio de su carácter y por un autocontrol extraordinario. ¿Qué es lo que hay en el corazón de Jesús en estos momentos que no puede contenerse? Si llora ahora, es porque algo muy importante debe de estar sucediendo allá, en el sagrario de su intimidad. Los evangelios sólo nos refieren tres ocasiones en las que Jesús también lloró. Y ésta es una de ellas. ¿Podremos, a través de sus lágrimas, penetrar un poco en el misterio insondable de su Corazón, de su humanidad y de su divinidad?

Recuerdo una anécdota que me contó hace tiempo una señora, aquí en Italia, y que me impresionó mucho. Se refería a un sacerdote. Y me decía, toda conmovida, que nunca iba a olvidar a aquel padre. ¿Por qué? Porque era sumamente humano y bondadoso, un hombre de Dios y un gran sacerdote. Cuando este sacerdote escuchaba los problemas de las personas, se compenetraba y se solidarizaba tanto que ¡lloraba con ellas!

Pues así era el Corazón de Jesús. Pero infinitamente más bueno y misericordioso. Jesús llora porque nos ama y porque hace suyos nuestros dolores y sufrimientos. Llora por amor y por compasión. “¡Mirad cómo le amaba!” –exclaman los judíos impresionados, al ver llorar al Señor (Jn 11, 36)—. Y no se avergüenza por ello. Si no se avergonzó de asumir nuestra naturaleza humana, con todas nuestras miserias, mucho menos se iba a avergonzar de derramar lágrimas. Además, llorar no es pecado, ni delito, ni un motivo de deshonor.

Jesús se ha solidarizado y se ha hecho uno de nosotros en todo para redimirnos y darnos vida eterna. El autor de la carta a los hebreos nos dice que Cristo “quiso asemejarse en todo a sus hermanos, a fin de hacerse Pontífice misericordioso y fiel en las cosas que tocan a Dios, para expiar los pecados del pueblo” (Hb 2, 17). Y, un poco más adelante, añade: “no tenemos un Sumo Sacerdote incapaz de compadecerse de nuestras flaquezas, pues se hizo en todo semejante a nosotros, menos en el pecado” (Hb 4, 15).

Sí. Jesús llora con nosotros y por nosotros. Sus lágrimas son de un amor infinito, de una ternura y compasión que no somos capaces de comprender suficientemente. Aquí está el motivo más profundo de la Encarnación y de la Redención. Por eso quiso abrazar la cruz, los dolores más amargos y las más crueles torturas de su Pasión: por amor a cada uno de nosotros.

Nos encaminamos ya hacia la Semana Santa. Allí veremos que sus lágrimas y su amor no son un estéril sentimiento, sino la entrega más total de su propia vida, de toda su Sangre, de su Ser entero por cada uno de nosotros: “Nadie tiene un amor más grande que el que da la vida por sus amigos” (Jn 15, 13).

Ojalá que valoremos este regalo tan precioso e incomparable de su amor hacia nosotros. Que esta Semana Santa lo acompañemos en los diversos momentos de su Pasión con todo el afecto de nuestra fe y de nuestro amor. Y ojalá que no nos quedemos en un sentimiento vacío e inoperante, sino que, como Él, le demostremos nuestro amor con la propia vida y lo llevemos a la práctica hasta las últimas consecuencias, incluso en las circunstancias más pequeñas de cada día: “Obras son amores, que no buenas razones”.