El Señor, ¿se va o se queda con nosotros?

Domingo de la Ascensión, Ciclo B

Autor: Padre Sergio A. Cordova, L.C.

Fuente: catholic.net (con permiso del autor)  

           

“¿Y dejas, Pastor santo,/ tu grey en este valle hondo, oscuro,/ con soledad y llanto?/ Y Tú, rompiendo el puro/ aire, ¿te vas al inmortal seguro?”... Así comienza el poeta castellano, el gran Fray Luis de León, su oda a la Ascensión del Señor. Con encanto lírico y aire nostálgico se dirige a Cristo, a quien ve subir al cielo, como queriendo aferrarse a sus vestidos para que no se vaya y permanezca por más tiempo entre los suyos. Ésa tuvo que ser también la experiencia de los apóstoles y de los discípulos de Cristo cuando lo vieron ascender a los cielos...

“Los antes bienhadados/ y los ahora tristes y afligidos/ –continúa nuestro poeta su mística contemplación– a tus pechos criados, / de ti desposeídos,/ ¿a do convertirán ya sus sentidos?/ ¿Qué mirarán los ojos/ que vieron de tu rostro la hermosura,/ que no les sea enojos?/ Quien oyó tu dulzura,/ ¿qué no tendrá por sordo y desventura?”. Estos versos rebosan de inspiración, sin duda alguna. Pero yo creo que también debemos albergar otros sentimientos en nuestro corazón: la alegría, el gozo profundo y el regocijo porque nuestro Señor ha triunfado definitivamente. Con su gloriosa resurrección ha vencido a nuestros enemigos: al demonio, al pecado y a la muerte. Pero su ascensión a los cielos confirma su victoria y culmina su glorificación como Mesías, Redentor e Hijo de Dios.

Pero ese triunfo no es sólo de Él. ¡También es nuestro! Porque Cristo nos ha abierto las puertas del Reino de los cielos y ahora se va –como dijo a sus apóstoles en la Última Cena– “para prepararnos un lugar”. Y luego, cuando nos lo haya preparado, de nuevo volverá y nos tomará para llevarnos a donde está Él, para que estemos con Él para siempre. (Jn 14, 2-3). ¡Ése es el motivo profundo de nuestra esperanza! Cuando escucho que alguien se muere –sobre todo si se trata de un amigo o de un ser querido– yo personalmente experimento un gran regocijo y también una santa envidia: ¡Qué dicha tan grande para él –pienso para mis adentros– que ya goza para siempre de Dios y ya no habrá más tristezas, ni más lágrimas! ¡Y ojalá también me tocara a mí muy pronto tan grande e incontenible felicidad!... 

Yo no entiendo por qué algunas gentes se ponen tristes, abatidas o incluso se desesperan o se rebelan a veces contra Dios por la muerte de ser querido, si ya está gozando de Dios por toda la eternidad. ¡Dichoso él!... Obviamente, a todos nos duele su separación –como a los apóstoles les dolía que su Señor se fuera al cielo–. Pero, ¡qué inmensa dicha para Jesús! Y, por tanto, también para nosotros. A esta luz, se entienden perfectamente aquellas otras palabras de nuestro Señor, pronunciadas en el Cenáculo la noche de la despedida: “Si me amarais, os alegraríais de que me fuera, pues me voy al Padre” (Jn 14,28). Ahora sí se está yendo definitivamente al cielo... ¿Y no debemos también alegrarnos con Él?
Pero como Cristo es Dios, es omnipotente. Y para Él no hay imposibles. Se va, pero se queda al mismo tiempo, como lo hizo la noche bendita del Jueves Santo al instaurar la Eucaristía. Sólo su amor podía tener esas ocurrencias. Pero el suyo es un amor todopoderoso y eficaz. Nuestro amor humano también sueña y experimenta deseos semejantes, pero somos radicalmente impotentes para cumplir los sueños y los anhelos de nuestro amor. Pues Cristo sí puede realizarlos: se va. Pero se queda con nosotros. ¡Qué maravilla! ¡Qué enorme consuelo para nuestra soledad y para nuestras horas de tristeza, de oscuridad, de abatimiento, de derrota y de desesperanza!

Sí. Cristo se queda: “No os dejaré huérfanos; vendré a vosotros” –nos prometió también en la Última Cena– (Jn 14, 18). Y lo que Cristo promete, lo cumple, porque Él es fiel a sus promesas. Recordemos lo que nos dijo antes de su ascensión: “Yo estaré con vosotros para siempre hasta la consumación del mundo” (Mt 28, 20). Él nunca está ausente. Es el gran Presente. Por tanto, alegría, consuelo, esperanza. “En las duras y en las maduras”, como reza el decir popular. También cuando a veces “ya no sintamos lo duro, sino lo tupido” de la batalla. Todos tenemos nuestros ratos duros y amargos, de desconcierto y de decaimiento. Todos. Porque todos vamos como peregrinos “gimiendo y llorando en este valle de lágrimas”. Pero con Cristo a nuestro lado y dentro de nosotros, ¡todo lo podemos!

Y a propósito de que estamos aquí de paso, la fiesta de la Ascensión del Señor nos lo confirma. Cristo, subiendo al cielo, nos invita a elevar también nosotros el corazón a las alturas: “Si habéis resucitado con Cristo –nos exhorta san Pablo– buscad las cosas de allá arriba, donde está Cristo sentado a la derecha de Dios; pensad en las cosas de arriba, no en las de la tierra. Porque estáis muertos y vuesta vida está escondida con Cristo en Dios” (Col 3, 1-3). Si Cristo está en el cielo, también nosotros debemos tener el corazón en el cielo. Pero los pies bien puestos sobre la tierra. ¡Levantemos el corazón! –nos invita en cada Misa el sacerdote–. Y nosotros siempre respondemos: ¡Lo tenemos levantado hacia el Señor! Pues ojalá que no sean sólo palabras, sino que nuestra vida entera lo confirme.

Y finalmente, la Ascensión es una llamada a la misión y al apostolado, a compartir con los demás nuestra fe y nuestras certezas: “¿Qué hacéis allí mirando al cielo?”–nos dice el ángel–. Hay que ir a proclamar el mensaje de Cristo: “Id por todo el mundo y predicad el Evangelio a toda criatura (Mc 16,15), bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo –fue el mandato del Señor antes de marcharse–, enseñándoles a observar todo cuanto yo os he mandado” (Mt 28, 19).

Por eso, la Ascensión del Señor es nuestro triunfo y nuestra victoria definitiva, nuestra alegría, nuestro consuelo y esperanza; una llamada a vivir con el corazón en el cielo y una invitación a compartir con los demás la felicidad de nuestra fe. ¡Aleluya, aleluya!