Un santo de la Iglesia militante

Autor: Roberth Phoenix  


Un retrato hablado del Padre Rubén Vega Gudiño.

Es sorprendente ver como a pesar de sus enfermedades y limitaciones humanas, es testigo viviente del amor de Cristo hacia los demás, un enamorado de la oración y la eucaristía, pero ante todo las actitudes de humildad para reconocer sus fallos, sus carencias y los logros de Jesús en su vida, y la valentía para anunciar el amor de Dios y denunciar la ausencia de éste, junto con el servicio desmedido, son lo que más me asombra, y me he dado cuenta de que es a Jesús a quien veo en él.

            Como sabemos la Iglesia se encuentra “dividida” en tres niveles, la Iglesia triunfante, que son aquellos hermanos que ya disfrutan de la Gloria de Dios en su presencia  en el cielo, la Iglesia purgante que son aquellos que todavía no entran en el cielo sino que se encuentran purificando en el purgatorio, y por último la Iglesia militante formada por todos aquellos que aún nos encontramos en ésta vida y a quienes nos corresponde seguir esforzándonos para algún día disfrutar la gloria del Señor.

            Pues bien, uno de los aspectos a denotar de ésta Iglesia terrenal, es el hecho de que para ser parte de la Iglesia Triunfante necesitamos ser santos, y el camino a la santificación es un camino que comienza aquí en la Tierra, es decir, comenzamos a ser santos en esta vida para ser Santos consumados en la presencia de Dios en el cielo.

            Pero la santidad no es un camino fácil. De hecho, si rememoramos a algunos de los grandes santos de nuestra historia podremos apreciar que sus vidas han estado llenas, en algunos casos, de grandes sacrificios, sufrimientos, abandono en Dios, obediencia y de una confianza y fe dignas de admirarse. Sin embargo no hay que olvidar, que ellos al igual que todos los seres humanos tuvieron defectos y limitaciones, pues nunca dejaron de ser humanos.

            Un claro ejemplo de esto se me presentó cuando conocí al Padre Rubén Vega, sacerdote de la cuasiparroquia el Espíritu Santo, en bosques de San Sebastián. La primera vez que me encontré con aquel hombre fue el sábado nueve de enero de 1999. Recuerdo que me levanté bastante tarde, desvelado y cansado por haber ido a un concierto la noche anterior. Después de ducharme encendí la televisión y al ver un capítulo de “El toque de un ángel (Toch by an angel)”, sentí la necesidad innegable de acercarme a Dios.

            Sin saber porque me dirigí a la Iglesia, y al llegar me encontré a aquel hombre celebrando misa. Todo aquello me parecía extrañamente inusual, pues yo era un ateo declarado”. Pero cuando me preguntaba la razón de mi presencia en aquel lugar que me hacía sentir tan fuera de lugar, ocurrió algo que no tenía previsto. Llegó el momento de la consagración y como es debido todos se pusieron de rodillas menos yo.

            Me encontraba de pie en la puerta de aquella Iglesia mientras todos permanecían hincados, pensé lo risible que resultaba aquel acto de sumisión y entonces Él me miró, ese hombre santo fijo sus ojos sobre mi. Pensé que dentro de su mente tal vez me estaría juzgando por no ponerme de rodillas, pero en realidad, estaba orando por mí,. Le pidió al Señor por mi, por mi conversión, por mi alma, aún sin conocerme. Fue increíble, un hombre como él, pidiendo por un muchacho al que no conocía, pero que a leguas se veía necesitado de salvación y amor divinos.

            Casi un mes después, el 16 de febrero del mismo año, decidí ir a confesarme después de casi seis años de no haberlo hecho. En realidad algunos sucesos en mi vida me habían orillado a tal acto, pues después de casi cuatro años de ateismo mi alma estaba vacía y la culpa reinaba en mi corazón, sin mencionar que mi vida entera era un desastre.

            Me acerque completamente desalentado, pensando que aquel hombre me condenaría por todos mis pecados, que me correría al saber mis faltas... me acerqué y comencé a narrarle lo que me ocurría, las noches que pasaba sin dormir por tener que cargar con mis propias culpas, el tormento en que se había convertido mi existencia la tener que luchar con los demonios de mi pasado, y sobretodo la necesidad de encontrar la manera de hacerme a Dios. Y cuando terminó de escucharme, aquel hombre pronunció las palabras más maravillosas que jamás había oído en toda mi vida: “Dios te ama.”

            Fue inevitable que estallara en un mar de llanto, no podía contenerme. Y aquel hombre lo entendió,  poco a poco me explicó cuan grande era el amor de Dios, y como Él me daba una segunda oportunidad al reclamar mi vida, no para vivir angustiado y atormentado por mis errores sino para comenzar de nuevo y ser feliz. Me explicó entonces mi gran misión en la vida, y más aún, la forma de hacerlo. Me dio el conocimiento de lo que es la santidad, sinónimo de felicidad. Y que la forma de conseguirla es “haciendo las cosas elegantemente bien”.

            Aquel hombre me explicó como podía ser un buen hijo, no el mejor del mundo sino el mejor que yo podía ser, como ser un buen estudiante, un buen trabajador, un buen cristiano y un buen hombre, y que en casa aspecto de mi vida solo tenía que esforzarme por ser el mejor, el mejor que yo mismo podía ser.

            Poco después me uní a las actividades en la cuasiparroquia y desde entonces hasta la fecha he sido testigo de cómo éste hombre sigue demostrando con hechos aquello que me ha enseñado. Es sorprendente ver como a pesar de sus enfermedades y limitaciones humanas, es testigo viviente del amor de Cristo hacia los demás, un enamorado de la oración y la eucaristía, un hombre con la humildad suficiente para no pretender tener el “título” de párroco y ser mucho más para nuestra comunidad sin esperar ningún reconocimiento a cambio.

            Pero ante todo las actitudes de humildad para reconocer sus fallos, sus carencias y los logros de Jesús en su vida, y la valentía para anunciar el amor de Dios y denunciar la ausencia de éste, junto con el servicio desmedido, son lo que más me sorprende. Es así como he comenzado a entender que el camino a la santidad se traza en vida, todos los días, a cada instante siempre con la gracia de Dios.

            He tenido la fortuna de convivir con éste hombre en diferentes situaciones, desde la misión en la sierra, hasta en la platica común y corriente de cualquier día, y me he dado cuenta de que sin importar si se encuentra celebrando en el altar o emparejando la tierra con una pala, es a Jesús a quien veo en él. Siempre preocupado por el proceso de sus feligreses, dándose incansablemente al ministerio, éste sacerdote maravilloso es hasta el día de hoy cabeza de nuestra comunidad y servidor inseparable del Señor.

            A varios años ya de conocerlo y compartir muchas cosas con él, doy gracias a Dios por poner en mi camino a un santo en la Iglesia militante, que con un testimonio diario ha conseguido hacer algo que pocos hombres han podido hacer: enamorarme de Jesús cada vez más.

Otra historia más de nuestro Éxodo contemporáneo...