Malas costumbres

Autor: Miguel Aranguren

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Curro Romero, en sus memorias, confiesa que la gente dejó de llenar la Real Maestranza de Sevilla en las corridas fuera de feria cuando llegó el "seíta", es decir, cuando subió el nivel de vida de los españoles urbanos, que pudieron comprarse el primer coche y descubrir los fines de semana en el campo o en la playa. Antes, según el genial torero, las familias permanecían sábado y domingo en la ciudad, e incluso durante las vacaciones, y los hombres se compraban una entrada para los toros por no estorbar el casa, por salir un poco y despabilarse de niños y suegra. A partir de entonces, los empresarios se las ven y se las desean para cubrir aunque sea medio tendido fuera de abono, y en muchas ciudades incluso se terminaron los festejos domingueros.

Hablo de Curro y de las plazas de toros, porque se trata de un comentario que refleja muy bien los cambios de hábitos en nuestra sociedad durante los últimos decenios, especialmente ahora, cuando todos nos movemos de un lugar a otro con cualquier excusa, aprovechando no sólo las vacaciones, sino puentes, fiestas..., lo que sea con tal de cambiar por unos momentos de paisaje. Si bien antes se hacían menos cosas a lo largo de la vida, las que se hacían se realizaban cabalmente, esto es, sin prisas, perfilándose con más enjundia las personalidades de cada individuo. Ahora, sin embargo, todo es correr. Correr para llegar y correr para marcharse. Correr para visitar una exposición y correr para pagar la factura del restaurante. Correr para salir del partido de fútbol y correr para marcharse de la estación de esquí, hasta el punto que a veces es bueno detenerse ante un mapa de carreteras y preguntarse por los lugares que uno conoce. Porque estar, lo que se dice estar, habremos estados en muchos, en casi todos si me apuran. Pero conocer, guardar referencias de las vistas, de las aldeas, de las plazas, de la gente, de sus costumbres, de su gastronomía..., pocos, muy pocos.

Un conocido mío, bodeguero en la tierra del vino seco y oloroso, me confesaba que las prisas están matando su negocio. Pensé que se refería a que por motivos de mercado ya no se puede cuidar la fermentación del mosto de la misma manera que antaño, pero no, él se refiere a la prisa en la que se desenvuelve el día a día de nuestra sociedad. "La gente no tiene tiempo para tomarse el aperitivo; eso es lo que está matando mi negocio. Hace unos años, nadie se echaba las manos a la cabeza si salías de la oficina y en un bar te tomabas una copa de vino con unas tapitas en compañía de los amigos, de los colegas de trabajo, de algún proveedor o cliente, pero hoy no hay tiempo para eso, porque los minutos están contados y da la sensación de que seguir disfrutando de esos pequeños placeres es una manera de estafar, peor que un desfalco digo yo".

Y lo cierto es que esas costumbres que marcaron lo más genuino de nuestra cultura popular, se están perdiendo. Un académico de la Lengua arremetía en un artículo contra los medios audiovisuales porque han pervertido nuestra cultura popular, tan rica en matices. Los jóvenes ya no se interesan por conservar los tópicos propios de cada región, sino que se han dejado uniformar a la velocidad en la que se han extendido unos patrones universales de conducta: en el vestido, en la manera de expresarse, en la cortedad del lenguaje, en la dificultad para mantener unos ideales, y hasta en el individualismo que dificulta las relaciones interpersonales.

Y ya que hablaba de las memorias de Curro Romero, les diré que el biografiado no se detiene en la historia de su tauromaquia. La mayor riqueza del libro es la descripción que realiza de la España de los cuarenta a los sesenta, en la que vivieron los últimos "tipos" singulares de nuestra cultura popular, tipos parecidos a los que con la melancolía de quien intuye el final de una España, se adelantaron a retratar los artistas de la primera mitad del siglo XX, desde fotógrafos como Ortiz-Echagüe a pintores como Zuloaga o Gutiérrez Solana, o escultores como Sebastián Miranda. Tal vez cargaron las tintas de la teatralidad al representar a esos pescadores vascos de ojos azules y pequeños, envueltos en sus chubasqueros de faena, o a las ancianas que prenden cirios en las iglesias mudas de Castilla, o a los galgos descarnados -perro místico de España- que sestean a la sombra de las tinajas de agua, o a las gitanas que amamantan a sus churumbeles sentadas en las esquinas, o a los hombres de tertulia literaria, taurina o cinegética. Sin embargo, creo no cargar las tintas de la teatralidad si afirmo que todos esos hombres y mujeres genuinos ya no existen, que de un plumazo se los han cargado las prisas, el efecto inmediato y barredor de la televisión. Y con ellos, murieron tantos matices de nuestra cultura popular, que se han derrumbado como un frágil castillo de naipes. Las nietas de aquellas abuelas adorables de silencios, algún consejo, gato y silla de anea, son las que hoy llaman y escriben a la tele para participar en un reality show.