Héroes del pueblo

Autor: Miguel Aranguren

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Paseaba por la avenida principal de una villa cántabra, puerto de pescadores, cuando me sorprendió ver en todos los escaparates un cartel con la fotografía de un natural del pueblo, hasta hace cuatro meses peón de albañilería y hoy afamado concursante en un programa musical, otra clase de "Gran Hermano" en el que los telespectadores nos hemos hecho testigos del lanzamiento a la fama de un puñado de adolescentes a los que les gusta cantar y bailar. El alcalde ha publicado un bando en el que conmina a sus ciudadanos a llamar sin descanso a la tele para conseguir que el nuevo héroe local sea uno de los ganadores de la competición.

No hace demasiados decenios, antes de comenzar la era de las grandes capitales, recién surcada la puerta del campamento y después de que se les asignaran una columna, los soldados de remplazo se presentaban entre sí. Lo habitual es que junto a su nombre y apellidos añadieran el del villorrio que les vio nacer. En el caso de que algún paisano hubiese destacado en cualquier actividad humana, el soldado anunciaba con humos algo subidos: <<soy de Bercejos, el pueblo de Roldaña, el ciclista>>, y es que por entonces, en España, haber crecido en las mismas calles de una figura egregia te dotaba de cierta aristocracia: como si por ese hecho accidental lucieses salpicaduras de genialidad.
Si ahora los pueblos sólo son aquellos sitios donde se alberga una joya arquitectónica o una costumbre singular, que merece la pena ser conocida el fin de semana, antes fueron lugar de origen de los conquistadores del Nuevo Mundo o de célebres navegantes que trazaron -en el XV y el XVI- las rutas de los océanos, y que en muchos casos unieron a sus nombres el de sus villas. Salvador de Madariaga lo refleja acertadamente en "El corazón de piedra verde", al referirnos cómo las aldehuelas extremeñas y andaluzas de cada uno de los jóvenes que van dispuestos a conquistar lo que hoy es México, son rasgos definitorios de los personajes de su genial novela. Llevar el nombre de Torremala -por seguir con el ejemplo literario- a las selvas y cumbres de un mundo nuevo era un honor que a veces quedaba reflejado en el título con el que comenzaban a conocerse las poblaciones conquistadas.

Cuatro siglos después, los españoles que hicieron fortuna en América regresaron a la Península para mostrar su opulencia mediante la construcción de refinados caserones indianos entre las casuchas locales, plantando junto a ellas esas palmeras que se doblegan a los vientos del Norte con un rumor de sonero. Si sus paisanos sentían envidia de aquel extravagante muestrario de riqueza, también se henchían de orgullo al hablar de sus ricos en los corrillos de los pueblos vecinos.

En el siglo XX, cuando ya no quedaban conquistadores y morían los últimos indianos, los héroes locales pasaron a ser toreros, boxeadores, ciclistas, futbolistas y algún que otro pintor, por qué no decirlo, escritor, inventor o poeta, los postreros antes de que todo el género humano naciera, viviera y muriese entre las avenidas cruzadas de la gran urbe. Y en el XXI las epopeyas han quedado para que los profesores las enseñen y los niños se aburran estudiándolas. Entregados a una vulgaridad narcótica hemos permitido morir a nuestros héroes del pueblo, dejando ocupar su sitial sagrado a torerillos de escuela sin romancero, boxeadores de federación, futbolistas asegurados, escritores de premio literario, manipuladores de embriones y hasta a un muchacho cántabro de aires palurdos que canta en un concurso de televisión. En su pueblo costero hace años que no encuentran pescadores, navegantes, santos o aventureros en quienes festejarse, ilustres vecinos que merezcan el nombre de una calle o una estatua en la plaza consistorial, y se consuelan con ese zagal que viste zapatillas de cordones, chándal y camiseta de tirantes, héroe para los pueblos de la nueva España, al que no deseo imaginar en bronce, para la posteridad.