De regreso a la monotonía

Autor: Miguel Aranguren




La carretera se me encapricha como la lengua burlona de un gigante de feria,
todo cartón, presta a deglutirme. Sus fauces las componen esos arrabales de
fábricas y almacenes y los terrenos allanados donde levantarán una nueva
ciudad dormitorio, dos mil quinientos edificios de tres alturas y pista de padel tenis, ya que el hombre urbano ha cambiado las antañas colmenas donde
se apretujaron los emigrantes de Andalucía y Extremadura por un salón comedor con vistas a la piscina.

Como cada septiembre, la ciudad se me antoja un Gargantúa, un devoraniños,
monstruo antropófago que se embucha la paz de los veraneantes. Al llegar a
la circunvalación que cimbrea el estómago amorfo de la capital, tengo la
sensación de que el descanso se ha evaporado, como si con un chasquido de
dedos de este monumental ogro de humo y cemento, se congelaran en papel de
fotografía las risas placenteras a la orilla del mar, aquella espuma crepitadora y salobre, el aroma de las algas, la arena endurecida de las mareas bajas, el vuelo a contraviento de gaviotas y cormoranes, las canciones que entonamos a pleno pulmón acompañados por el rompiente del océano... Agosto aparenta algo tan irreal como un duermevela sobre proyectos, facturas, nuevas estrategias, compras, ventas y el zumbido odioso de los teléfonos móviles.

Al encender esta mañana el ordenador, sobre la pantalla que iba tornándose
luminosa y blanquecina se estampaba la imagen de mis hijos que vuelven con
una carga de saltamontes, los cielos montaraces que se tornan zaínos, las
flores que estallan en mil colores de fuego fatuo, un insecto zumbón que se
cuela a través de la ventana... Sobre la mesa se apilan los periódicos de
agosto, que acumulan un empacho de noticias que ahora sólo son el papel
mojado de un mes en el que, los que incordian al mundo no han tenido la
gentileza de descansar.

Mientras reviso la correspondencia, ninguneado por este marasmo de cinco
millones de conciudadanos, añoro los paseos por la aldea, aquel constante
alzar la mano a un vecino y a otro, pues incluso quienes no me conocían no
albergaron duda de mi identidad: la de uno de tantos veraneantes que se
esfuerza por vencer el mal cartel de quienes sólo rellenamos los paisajes
solitarios durante el estío.

No me pesa reconocerme débil ante el curso laboral que ahora comienza, pues
no luzco el ingenio de quien aguarda septiembre para fabricar un nuevo negocio. Sólo soy un pequeño escritor que se dobla bajo las luces de neón de su despacho. Ahora que la ciudad me pesa como rueda de molino, confieso que
de poder elegir una banda sonora para mi vida, cambiaría el disco rallado y
ruidoso de estas largas avenidas por una música sutil, despaciosa, casi
imperceptible, como la flautada del sapo nocturno.

Durante estas semanas, en las que doy pábulo a la melancolía antes de que la
vida me inyecte el elixir de la realidad desapasionada, suspiro por el tiempo que he pasado lejos de este laberinto de ladrillo, durante el que he tenido ocasión de preguntarme, una y otra vez, por el extraño motivo que nos empuja a vivir condenados a la prisa, víctimas del anonimato de las aglomeraciones. La sociedad del bienestar no es más que un espejismo, pues tan solo nos permite regresar de año en año a los lugares en los que, con el ordenado compás de los días, resulta más fácil apreciar el maravilloso regalo de estar vivo.