De amor y sartenes

Autor: Miguel Aranguren

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Entre las sartenes también se esconde el amor. No parafraseo a Teresa de Avila, que hasta rodeada de pucheros era capaz de entablar un diálogo intimo con Dios, sino que constato una realidad terrena: es más fácil que el amor perdure si de por medio existe una buena cocina. No me refiero, ni mucho menos, a esas pretendidas recetas afrodisiacas, que me producen bastante dentera, sino a los fogones que han convertido la comida en una metáfora del amor en esos largos matrimonios en los que a él o ella les gusta aderezar la rutina con sabrosos platos. No tengo duda de que, a mejores guisos, amor más longevo, porque no hay como redondear las fechas, los aniversarios y hasta la mágica cotidianidad con menús suculentos.

Mi mujer, que es mejor observadora que yo, está sorprendida con los platos precocinados y con esos sobres que convierten unos polvos deshidratados en masa para croquetas, sopa, salsas y hasta paella con tropezones, pues cada día ocupan más espacio en los supermercados. Su fórmula de venta es exitosa: ahora que nadie tiene tiempo para nada, por qué preocuparse con las recetas de nuestros mayores, si basta con abrir el sobre, verterlo en un cazo con agua y calentarlo medio minuto en el microhondas para obtener una bechamel que para sí quisiera el mismo Arzak. Eso es lo que dicen los anuncios, porque la verdad es que esa bechamel mágica sabe a todo menos a bechamel.

La cocina rápida es tan engañosa como el amor precocinado. Me refiero a esa pasión desmigada y desecada para ser usada en un minuto y que no necesita compromisos ni cuidados, como el caldo de microhondas. Pero ese amor no es amor, sino un sucedáneo que se parece al verdadero cariño lo que el gazpacho de brick al de mortero y almirez.

Mi mujer festejó nuestros primeros meses de matrimonio con maravillosos platos. Como es una mujer de su tiempo, que no se ha dedicado a aprender labores del hogar sino a examinarse de álgebras y teorías económicas, muchas noches teníamos que despegar la cena del fondo de la cacerola, porque olvidaba el bullir de las zanahorias y las patatas en el fuego. El humo negro que teñía el aire del salón era el aviso de que ya estaba lista nuestra dieta churruscada. Otras veces se decidía por algo más suculento: pollo asado. La salsa vendría después. Es decir, meses más adelante, cuando tuviese tiempo de copiar las recetas de su madre. En principio, el ave no tenía mal aspecto, doradita, algo brillante, como si estuviese barnizada. Pero con el primer corte sabíamos que estaba cruda por dentro. Es tan ciego el amor que lo almorzábamos aderezado con una sonrisa. Otra vez se decidió por los bizcochos, algo muy sencillo: huevo, harina, azúcar... que después de hornearse tomaban el aspecto de una masa informe y dulzona que se pegaba a los dientes y daba un sabor curioso al café.

El amor todo lo vence. También la impericia. Hoy en casa seguimos comiendo mucho espagueti con tomate, porque nos gusta y nos recuerda a aquellos comienzos donde nuestras comidas eran sota, caballo y espagueti (y mucha, mucha lechuga). Aunque hace tiempo que no hemos vuelto a probar un bizcocho, los últimos le salieron bastante logrados, sobre todo desde que pagamos una batidora que nos ha costado más que todos los electrodomésticos juntos. El buen comer, lo reconozco, lo reservamos para los domingos, cuando mi suegra nos festeja con esos platos de cuchara que precisan horas de cocción, y con esas carnes para chuparse los dedos que nos parecen manjar del cielo.