Adivina adivinanza

Autor: Miguel Aranguren

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De paseo por cualquier ciudad de esta vieja España, cada vez resulta más habitual encontrarse establecimientos dedicados a la superstición y a la magia blanca. Me detuve el otro día frente a un rótulo que anunciaba: “Cartas astrales, posos, barajas adivinatorias, imanes de la suerte, lectura de la mano, espiritismo y velas. Llénate de energías positivas”. Sentí un escalofrío, no porque me impresionen las ocultas fuerzas de los astros ni las monsergas de los adivinos, sino por el derrotero que está tomando esta civilización tan segura de sí misma y que, a la vez, necesita el consuelo de las pitonisas.

No hace demasiado tiempo, un editor me citó para charlar sobre mi próximo proyecto de novela en la presentación de un libro de uno de esos tantos charlatanes que se ganan muy bien la vida inventándose el futuro de los demás. La sala del hotel que habían alquilado reventaba de público. No sólo me encontré con actores y cantantes –muy aficionados a la bola de cristal–, sino con un mosaico de la sociedad actual, que no se atreve a dar un paso sin consultar a esta especie de chamanes.

El más insigne de los polacos que ha dado la historia se adelantaba seis años cuando anunció, en una larga entrevista, que el milenio que ha comenzado o será religioso o no será. Es decir, el hombre y la mujer del nuevo siglo, dado el vacío que provoca este bienestar abusivo, siente la necesidad de agarrarse a la trascendencia porque, si no, la vida se le convierte en un objeto de usar y tirar, un avance imparable hacia la desolación de la muerte. Como el compromiso religioso es incompatible con la adoración a la salud, al dinero y al sexo (principios en los que se basa el horóscopo), es natural que quienes sufren la urgencia de justificarse a sí mismos recurran a brujas, adivinos, pitonisas, echadores de cartas, lectores de manos y todo tipo de oscuros aprovechados que mezclan en sus consultas lo profano y lo sagrado, provocando la dependencia de sus pacientes y la superstición como reglas de juego.

Me contaban de un pobre desgraciado, enfermo desde hace décadas, que cansado de médicos se dejó llevar por esos anuncios televisivos de baja estofa en los que una loca de pelos cardados y amuletos colgando entre los pechos ofrece el número de teléfono de su cubil. Nuestro personaje acudió pletórico de ilusión. La bruja (que entendía poco de magia y bastante de mala fe) fue capaz de entusiasmarle de tal manera con sus sortilegios que el enfermo perdió hasta el último euro de su humilde hacienda, quedándose en números rojos y preso, por supuesto, de sus males físicos.

Si algún mortal fuese capaz de conocer el futuro, el ser humano estaría predestinado y la libertad no sería otra cosa que una palabra hueca. No hay carta, hechizo, poso o maleficio capaz de condicionar nuestros pasos, a menos que nos empeñemos en creer en tanto mameluco disfrazado de carnaval. Y como el fenómeno de la superstición no hace más que crecer, condicionando el libre albedrío de miles de personas, me cabreo cuando –por frivolidad, pero con cierta expectativa– en mi ambiente alguien pasa por la consulta de un adivino o se sienta en el puestecillo ambulante de una echadora de cartas. “Si es por hacer unas risas”, se justifican a la par que prestan una atención bobalicona a las maravillas que les deparará el futuro o a esa energía negativa que interfiere en su felicidad.

El ilustre polaco sabía de lo que hablaba, del peligro de esa fe descafeinada que lo mismo pone una vela a san Martín de Porres como marca el teléfono de las vedettes de la cartomancia. Me dio la sensación, al leer aquella entrevista, que sentía mucha pena por esta sociedad sin rumbo; la tristeza del padre que ve como sus hijos van perdiendo el sentido, aturdidos con vanaglorias pasajeras, mentiras de salón y consuelos para tontos.