Catolicismo y leyes, sobre sexualidad y reproduccion

Autor: Padre Miguel Ángel Fuentes I.V.E

El teólogo responde

 

 

  En nuestro país, tanto en el nivel nacional como provincial, se está viviendo desde hace unos años un debate fundamental sobre cuestiones que afectan esencialmente a nuestra cultura y, de modo consecuente, a nuestra fe y a nuestra moral cristiana. No se trata de cuestiones accidentales por la importancia que revisten en sí mismas y por la extensión y alcance que han de tener las decisiones legislativas que se tomen. En efecto, algunas de las medidas que se pretende tomar (o que ya se han tomado) en nuestro país perjudican la institución familiar, la vida moral de los jóvenes y adolescentes y la educación de las futuras generaciones (y su misma existencia), oscureciendo y enviciando sus ideas hasta el punto de crear una torcida visión cultural, que contradice en algunos casos nuestra fe. No menos inquietante es el hecho de que algunos proyectos de ley, en caso de ser sancionados (y algunos ya lo han sido), nos hacen cooperadores, al menos materiales, en modelos de comportamiento intrínsecamente inmorales.

 Por esta razón, todo católico tiene la obligación en conciencia de informarse y formarse, así como, en la medida de sus posibilidades y responsabilidades, hacer las cosas que estén a su alcance para defender su fe e impedir el mal de su propia persona y de la persona del prójimo (especialmente cuando se trata de sus propios hijos, discípulos, alumnos, etc.). Estos problemas tienen tanta importancia que la tristemente proverbial actitud del "yo-no-me-meto" se nos presenta hoy como una negligencia moralmente grave.

        ¿De qué problemas se trata? Por un lado, tenemos las campañas legislativas que pueden desmoronar las bases de la misma sociedad estableciendo una legislación contraria al bien común. Así, por ejemplo, muchos proyectos (nacionales y/o provinciales) sobre la "salud reproductiva", la "despenalización del aborto", la "despenalización o legislación de la esterilización", la "eutanasia", la "procreación artificial", la "experimentación embrional", "la prostitución", "el travestismo", etc.

        Por otro lado tenemos que enfrentar violentas campañas publicitarias encaminadas a suplantar los valores y conceptos fundamentales de la persona (castidad, sexualidad, pudor, pecado, virtud, etc.) por antivalores destructores de la persona y de la cultura. Estamos en medio de una gigantesca campaña mediática (cine, radio, televisión, periódicos, revistas) que promueve una vida sexual promiscua, desordenada y antinatural.

        A todo esto hay que añadir la discusión de no menor importancia sobre la inclusión de algunos comportamientos contrarios a la ley natural (e incluso civil, en algunos casos) dentro de las prestaciones de las obras de salud. Ya se han sentado antecedentes en que se ha exigido a determinadas obras sociales prestar servicios de anticoncepción y esterilización. Además de la grave violación de la ley que esto puede implicar, y de la injusticia palmaria que significa el que los servicios públicos que muchas veces no cumplen adecuadamente con sus compromisos respecto de la salud de sus socios enfermos vuelquen, en cambio, sus haberes en atentados contra la salud; además de esto, digo, se platea aquí el problema de conciencia para quienes, haciendo sus aportes a una obra de "salud", ven destinados parte de sus fondos a obras inmorales, sintiéndose cooperadores involuntarios de las mismas.

        Por todo esto, considero necesario presentar a la consideración de todo católico algunas verdades que hoy más que nunca debemos defender con firmeza.

I. Está en juego el mismo concepto de "hombre"

        En el fondo de todo este debate hay en juego dos visiones del hombre totalmente distintas y opuestas: por un lado el concepto católico (que es el que está en la base de la filosofía realista, de la visión judeo-cristiana, de la doctrina magisterial de la Iglesia y del sentir común de una razón sana) sobre el hombre, sobre la sexualidad, sobre el matrimonio, sobre la educación, sobre el pecado y el vicio, sobre la virtud, etc.; a esta cosmovisión viene contrapuesta otra idea del hombre (hedonista y utilitaria) presente en la raíz de todas estas legislaciones y campañas. El Papa Juan Pablo II lo ha señalado hablando en concreto sobre la diferencia entre los métodos naturales para regular la fertilidad y los métodos anticonceptivos: hay, entre ambos "una diferencia antropológica y al mismo tiempo moral"; se trata "de dos concepciones de la persona y de la sexualidad humana irreconciliables entre sí"[1].

        "Irreconciliables" significa que la aceptación de una exige, necesariamente, la negación de la otra. Si se acepta la visión antropológica católica es necesario rechazar, como falsa, la visión materialista y utilitaria de la persona, del sexo y del matrimonio. Igualmente, quien acepta la visión que está en la base de esta visión hedonista, rechaza necesariamente la visión católica del hombre y sus consecuencias.

        Ahora bien, es evidente que en la raíz de la actual campaña a favor de la promiscuidad, del libertinaje sexual, de la equiparación de las uniones no sacramentales (concubinato, matrimonio civil, uniones homosexuales) con el matrimonio, etc., hay una concepción del hombre y de la sexualidad que es profundamente materialista. Estas actitudes son "opinables", "respetables", "libres", si el hombre es pura materia, si su destino es exclusivamente mundano, si no hay un Dios a quien rendir cuentas, si no hay más ley que su libertad arbitraria y su conciencia autónoma e independiente.

        Pero si, por el contrario, el hombre es cuerpo corruptible y alma inmortal, si lleva grabada en su corazón una ley que él mismo no se dicta ni puede cambiar, sino que debe obedecer como condición para perfeccionarse, si hay un Dios que guía con Sabiduría nuestros pasos, un destino eterno y una rendición de cuentas al final de nuestra existencia terrena... entonces, digo, las cosas cambian.

II. Está en juego la Ley de Dios

        Está en juego también la Ley de Dios. Ley que está grabada en nuestros corazones, es decir, en nuestras conciencias; y por eso es llamada "ley natural", o más propiamente "ley divina natural", pues es divina por su Autor, y natural por el sujeto donde está impresa[2]. Ley que llevan en sus corazones incluso los paganos (cf. Ro. 2,15)[3]. Tales son los diez mandamientos de la ley natural[4].

        Pero también está en juego la Ley divina positiva, la Ley revelada por Dios a Moisés, y repetida una y otra vez por Jesucristo. En el fondo coinciden sus preceptos con los de la Ley natural (varía en algunas leves concreciones positivas). Quedó grabada en las dos Tablas de la Ley que trajo Moisés de la cima del Sinaí, y está en la base de la Ley de Gracia traída por Jesucristo (sus preceptos morales perviven en la ley cristiana, como le manifestó Jesús al joven rico –Mt 19,17–:  Si quieres entrar en la vida [eterna], guarda los mandamientos)[5].

        Dios, en el Sinaí, reiteró en sustancia la Ley que los hombres llevan en sus corazones, porque el pecado y el vicio había oscurecido sus conciencias y había embotado sus sentidos espirituales, al punto de no resultarle ya tan claro ni evidente aquello que luce más fuerte que el sol: "Dios, dice San Agustín, escribió en las tablas de la Ley lo que los hombres no leían en sus corazones"[6].

        Esta misma Ley natural y este núcleo moral de la Ley Revelada ha sido revalorizado y recordado una y otra vez por el Magisterio de la Iglesia[7].

III. Está en juego nuestro "ser católico"

        Hay cosas que un católico no puede poner en tela de juicio simplemente porque no son materia de opinión. Puede discutir con los demás para defender estas verdades; pero no las puede poner él en discusión. En lo que al actual debate se refiere quiero recordar que no es materia opinable que:

        1. La vida de la persona humana comienza en el momento de la concepción; no en el momento en que el embrión se anida en el útero, o cualquier otro tiempo arbitrariamente señalado[8]. Esta vida es un don de Dios, distinta de las personas de los padres que la han engendrado. De aquí se sigue:

a) Que la vida es sagrada, y por tanto, todo atentado contra ella es un atentado contra una persona humana[9].
b) Sólo Dios es Señor de la vida del hombre[10]
c) No se puede procrear artificialmente, aunque se pueda ayudar a los esposos (respetando la naturaleza) para que tengan más posibilidades de concebir un hijo[11].
d) Destruir una persona humana en el seno materno (aborto) es un crimen gravísimo: "No matarás... no matarás al hijo en el seno de su madre, ni quitarás la vida al recién nacido"[12]. Por esta razón, para proteger esa vida inocente, la Iglesia pena este delito con pena de excomunión[13].

        2. El ejercicio de la sexualidad sólo es lícito dentro del matrimonio legítimo, respetando el plan que la Sabiduría divina manifiesta al hombre en los dos aspectos que encierra el acto conyugal (el aspecto unitivo y el procreativo) y en los ritmos biológicos de la sexualidad[14]. Esto implica que:

a) Es gravemente ilícito el ejercicio de la sexualidad antes y fuera del matrimonio (masturbación, fornicación, relaciones prematrimoniales, adulterio, prostitución, homosexualidad, etc.)[15]. La Ley natural dice: No cometerás actos impuros; la Ley de Dios: ¡Huid de la fornicación!... El que fornica peca contra su propio cuerpo. ¿No sabéis que vuestro cuerpo es santuario del Espíritu Santo... y que no os pertenecéis? (1Co 6,18-19); ¡No os engañéis! Ni los impuros..., ni los adúlteros, ni los afeminados, ni los homosexuales... heredarán el Reino de Dios (1Co 6,9-10); Las obras de la carne son bien conocidas: fornicación, impureza, libertinaje... orgías y cosas semejantes... Quienes hacen tales cosas no heredarán el Reino de Dios (Ga 5,19-21).
b) Dentro del matrimonio es ilícito e intrínsecamente inmoral todo cuanto separe voluntariamente las dos dimensiones del acto conyugal: ya se quiera el aspecto unitivo anulando la capacidad procreativa del acto (preservativos, píldoras abortivas o no, dispositivos intrauterinos, esterilización directa, etc.); ya se quiera la procreación desvinculada (en su relación de causa-efecto) de la unión marital (la fecundación artificial propiamente dicha)[16].
c) La anticoncepción es materia de pecado grave[17].
d) Es lícito por motivos serios usar prudentemente los períodos infértiles que la naturaleza dispone en la mujer, realizando así las relaciones conyugales previendo que no se seguirá de ellas un embarazo (métodos naturales)[18]. 

        3. La educación sexual de los niños y jóvenes es un derecho y un deber esencial, original y primario, insustituible e inalienable de los padres, que no puede ser ni totalmente delegado ni usurpado por otros, salvo el caso de la imposibilidad física o psíquica[19]. De aquí se sigue que:

a) Los padres tienen el derecho de educar a sus hijos conforme a sus convicciones morales y religiosas[20].
b) Los padres tienen la obligación de rechazar positivamente la educación sexual secularizada y antinatalista[21].
c) Los padres tienen la obligación de prestar atención a la instrucción sexual que se da a sus hijos en las escuelas y colegios, incluso la que se imparte a propósito de otras materias (sanidad e higiene, literatura infantil, estudios sociales, etc.)[22].
d) Los padres tienen la obligación de juzgar los distintos métodos de educación sexual a la luz de los principios morales de la Iglesia[23].
e) Es pecado gravísimo enseñar a los niños, adolescentes o jóvenes (tanto sus propios padres cuanto sus maestros u otras personas) errores en materia de sexualidad (por ejemplo, la licitud o "normalidad" de la masturbación, de la homosexualidad, de las relaciones prematrimoniales, etc.); mucho más grave es el despertar en ellos malicia, curiosidad, interés por cualquier modo de ejercicio inmoral de la sexualidad; y más grave todavía el incitar a alguno de esos comportamientos o indicarles alternativas falsas de realizarlos de modo "seguro" (sexo sin embarazo, o sexo sin riesgo de enfermedades venéreas)[24]. A mi entender, todas estas actitudes se encuadran en la categoría de "corrupción de menores".

        4. Las leyes humanas obligan en conciencia cuando son justas, en cambio cuando prescriben algo intrínsecamente inmoral no sólo no obligan sino que es pecado obedecerlas.

        Ya he dicho que la ley natural es ley «divina» por su origen y causa y por expresar la voluntad explícita de Dios; sólo es llamada «natural» por encontrarse grabada en el corazón de todo hombre[25]. Es una participación en la creatura racional de la Ley eterna, es decir, de la Sabiduría ordenadora de Dios. De ahí su obligatoriedad universal y sin excepciones. En cambio, la ley humana sólo tiene valor en la medida en que numerosas circunstancias o situaciones del obrar concreto del hombre no son contempladas explícitamente por la ley natural. Las leyes humanas son concretizaciones de la ley natural y tiene valor en la medida en que sean prolongaciones, deducciones o aplicaciones de la ley natural. Por el contrario, carecen de valor alguno en la medida en que contradigan la ley natural o la ley divina revelada[26]. De aquí se sigue que:

a) Una ley humana que se opone o contradice la ley divina natural no es ley, y no sólo no obliga sino que de ningún modo puede ser observada (cf. He 5,29). León XIII dijo en su momento que "si las leyes de los Estados están en abierta oposición con el derecho divino, si se ofende con ellas a la Iglesia, o contradicen a los deberes religiosos, o violan la autoridad de Jesucristo en el Pontífice supremo, entonces la resistencia es un deber, y la obediencia un crimen"[27].

b) Es intrínsecamente injusto (es decir, pecado y pecado grave) elaborar una ley semejante o votar en su favor[28].

c) Cuando algunas leyes obligan a realizar algo que es intrínsecamente injusto (practicar un aborto, realizar una esterilización directa, cooperar positivamente en una eutanasia, etc.) "...no sólo no crean ninguna obligación de conciencia, sino que, por el contrario, establecen una grave y precisa obligación de oponerse a ellas mediante la objeción de conciencia"[29]. En el Antiguo Testamento encontramos un preciso ejemplo de resistencia a una orden injusta de la autoridad en la actitud de las parteras judías que se opusieron al Faraón, quien había ordenado matar a todo recién nacido varón. Ellas, dice el texto sagrado, no hicieron lo que les había mandado el rey de Egipto, sino que dejaban con vida a los niños (Ex 1,17); el motivo profundo de su comportamiento era que las parteras temían a Dios. "Es precisamente de la obediencia a Dios –dice el Papa Juan Pablo II– de donde nacen la fuerza y el valor para resistir a las leyes injustas de los hombres. Es la fuerza y el valor de quien está dispuesto incluso a ir a prisión o a morir a espada, en la certeza de que aquí se requiere la paciencia y la fe de los santos (Ap 13,10)"[30].

IV. ¿Por qué no se pueden discutir estos temas?

        Porque muchas de estas verdades o bien pertenecen de modo directo a la ley natural o a la ley divina revelada en el Antiguo y en el Nuevo Testamento, y/o forman parte de la enseñanza moral del Magisterio de la Iglesia.

        El Magisterio de la Iglesia no se limita a custodiar las verdades dogmáticas contenidas en la Revelación (como la Santísima Trinidad o la Encarnación) sino que se extiende también a las verdades morales por medio del carisma de la infalibilidad[31]. Y sobre esta enseñanza moral recae también la asistencia del Espíritu Santo liberando al Magisterio de todo error[32]. Y esta enseñanza moral del Magisterio no se limita a la enseñanza de los actos sobrenaturales que debe hacer el hombre para salvarse (actos de fe, esperanza y caridad) sino también a los actos pertenecientes a la moral natural (su actividad social, económica, familiar, sexual, profesional, etc.)[33].

        Por eso ejerce no sólo con derecho sino con deber (ante Dios) la custodia de las verdades pertenecientes a la ley natural, especialmente cuando ésta se encuentra oscurecida en el corazón humano y en las sociedades, a causa del pecado original y de los pecados personales de los hombres. Sin el Magisterio moral de la Iglesia nuestro obrar práctico estaría rodeado de tinieblas y la adquisi­ción de todas las verdades necesarias para guiar nuestra propia conducta estaría reservada a unos pocos quienes, a su vez, llegarían a ellas con dificultad, luego de mucho tiempo y no exentos de error[34]. La demostración más elocuente es el estado moral de todos aquellos individuos e incluso pueblos que no se subordinan a la luz de la enseñanza de la Iglesia.

        Como simple consecuencia, todo fiel debe acatar la enseñanza autoritativa del Magisterio en conciencia, según sea el modo de proposición: las verdades infalibles deben creerse con fe teologal; las propuestas "de modo definitivo" deben ser "firmemente aceptadas y mantenidas"; cuando son enseñadas para ayudar a comprender más profundamente la revelación (sin intención de establecer un acto definitivo), han de ser aceptadas con "interno" y "religioso asentimiento de la voluntad y de la inteligencia"[35]. Por esta razón, si el Magisterio se ha pronunciado en un tema, ya no queda librado a la libre opinión de los fieles; al oponerse a estas enseñanzas, el católico no se opone al Papa solamente sino al mismo Cristo, quien ha dicho a los Apóstoles y a sus Sucesores: El que a vosotros oye, a Mí me oye, y el que a vosotros rechaza, a Mí me rechaza, y el que me rechaza a Mí, rechaza al que me envió (Lc 10,16; cf. Mt 10,40). Igualmente: Si guardaren mi palabra, también guardarán la vuestra (Jn 15,20).

        Este punto es fundamental, y es el fondo de muchos problemas. Se juega en él no ya aspectos secundarios de nuestra vida, sino nuestro ser cristiano y nuestra situación ante Dios. Se es cristiano cuando se vive como tal y cuando se piensa como tal; pero es Jesucristo, a través de Pedro y su sucesor el Papa, quien nos dice cómo debe pensar y cómo debe vivir un cristiano.

        Hoy en día, en muchos sectores del catolicismo, se vive una especie de "cristianismo esquizofrénico": se pretende, por un lado, pertenecer a la Iglesia Católica y, por otro, forjarse un credo y una moral a la medida personal, recortando la Doctrina y la Moral de la Iglesia católica.

        Estamos acostumbrados a oír, aplicado hasta la vulgaridad, la expresión de que tal o cual tema constituyen "una asignatura pendiente". A decir verdad, muchos católicos tenemos una "ciencia pendiente": el Catecismo que nunca estudiamos, o el que los años nos han hecho olvidar.

V. Situación muy grave

        La situación es realmente muy grave. Y más grave aún sería que no nos demos cuenta de ello. Siempre ha habido corrupción en las sociedades humanas. Pero cuando la política se pone a la vanguardia de la corrupción (ya sea económica como sexual) es hora de que vayamos cavando la fosa para el cadáver de la Patria, porque lleva cuatro días muerto y ya hiede (cf. Jn 11,39).

        Y no exagero. Las leyes que desde hace unos años se están implementando o se discuten en distintas partes de nuestra sociedad, son positivamente promotoras de inmoralidad y libertinaje (a veces solapadamente presentado como "seguridad sanitaria"). De hecho, ofrecer sexo "seguro" a quien no debe ejercer su sexualidad (prostitutas, homosexuales, personas no casadas), además de prometer una seguridad mentirosa, comporta aceptar la licitud de tales comportamientos, mantenerlos, alimentarlos, provocarlos y extenderlos. Ya no se trata de "tolerar" sino de ofrecer un marco legal para la desvergüenza. Los hechos demuestran esto hasta el hartazgo. Esto mismo brindado a los niños, adolescentes y jóvenes, debe ser catalogado desde el punto de vista moral como pecado de escándalo y expresa "corrupción de menores". Jesucristo ha dicho: Al que escandalice a uno de estos pequeños que creen en mí, más le vale que le cuelguen al cuello una de esas   piedras de molino que mueven los asnos, y le hundan en lo profundo del mar. ¡Ay del mundo por los escándalos!...¡Ay de aquel hombre por quien el escándalo viene! (Mt 18,6-7).

        Posibilitar, como se pretende en algunos proyectos legislativos, que además los niños y adolescentes puedan ser ayudados por la sociedad a vivir inmoralmente al margen del conocimiento de sus padres e incluso contra su consentimiento, demuele las bases más elementales de la familia. Es un delito social y un pecado mortal gravísimo.

        Todas estas cosas contradicen abiertamente la Ley de Dios (natural y sobrenatural). Los gobernantes que aprueban y llevan adelante este tipo de políticas empujan de este modo a la sociedad para que ésta desobedezca a Dios. ¡¿Cómo pueden pretender luego que esos ciudadanos, hechos desobedientes a Dios, sean obedientes a ellos (los políticos) que no son más que hombres?! "Dame buenos cristianos y tendrás buenos ciudadanos"; "corrómpeme los cristianos, y tendrás ciudadanos que venderán a los hombres como han vendido a Dios". En el fondo se cumple lo que dice el Salmo: Miradlos preñados de iniquidad: han concebido malicia y parirán fracaso. Cavan una fosa, y la ahondan bien hondo, pero caen en el hoyo que ellos abrieron (Sl 7,15-16).

VI. ¿Qué hay que hacer; qué se puede hacer?

        No todos somos políticos ni legisladores. No todos tenemos influencia social. Pero somos dueños de nuestras personas y guardianes de nuestro prójimo[36]. Estamos obligados por caridad social y por lealtad a Dios y a la patria que Dios nos ha dado, a actuar en nuestro espacio social (familia, escuela, trabajo, circulo de amistades, etc.).

–Hay que proclamar nuestras convicciones. Con claridad, con serenidad y paciencia, pero con firmeza. Los padres deben exigir y hacer valer sus derechos a que no se enseñe a sus hijos cosas contrarias a la fe ni a la moral. Tienen que hacer valer sus derechos en las escuelas.

–Hay que hacer oír la voz de la buena doctrina. La Verdad católica no tiene buena prensa en nuestra sociedad. Es una triste constatación, y un vacío pendiente que se hace sentir en estos momentos: la ausencia de suficiente prensa católica. Al menos hay que divulgar "boca a boca" la enseñanza de la Iglesia. Tal vez esto no tenga incidencia en el plano de las leyes; pero algo hace: muchos se amparan en estas leyes (para abortar, para esterilizarse, para pedir anticonceptivos, etc.) por ignorancia. Si no hubiera (o fueran pocos) quienes pidiesen la aplicación de una ley injusta, esta ley sería letra muerta.

–Hay que asociarse. La soga de tres hilos se rompe difícilmente (Qoh 4,12). Asociarse significa apoyarse. Hay que ser solidarios unos con otros. Bíblicamente "solidaridad" se dice "misericordia". Si los más pudientes ayudaran a los más pobres, muchos de éstos no caerían en las manos de quiénes los corrompen.

–Los que se ven implicados en la ejecución de legislaciones intrínsecamente inmorales (ya sea educativas, ya sanitarias, o de otra naturaleza) deben ejercer con valentía la objeción de conciencia[37]. En muchas leyes y proyectos de ley está contemplada esta actitud, aunque en la práctica no siempre se la respete. En algunos proyectos de ley lamentablemente se excluye este derecho fundamental. En ambos casos debemos obrar como corresponde: Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres (Hch 5,19).

–Asimismo, "todos los hombres de buena voluntad deben esforzarse, particularmente a través de su actividad profesional y del ejercicio de sus derechos civiles, para reformar las leyes positivas moralmente inaceptables y corregir las prácticas ilícitas"[38].

–Incluso "comienza a imponerse con agudeza en la conciencia moral de muchos, especialmente de los especialistas en ciencias biomédicas, la exigencia de una resistencia pasiva frente a la legitimación de prácticas contrarias a la vida y a la dignidad del hombre"[39]. La resistencia pasiva es la negativa a cumplir las leyes injustas, que no son en realidad verdaderas leyes.

–Hay que hablar; hay que pedir; hay que exigir que se respeten los derechos naturales y los auténticos derechos civiles. Si las voces no fueran tan aisladas, muchos personajes encumbrados no se atreverían a tanto. Lo enseñó Jesucristo cuando puso el ejemplo de aquel juez inicuo que ni temía a Dios ni respetaba a los hombres (Lc 18,2). Sin embargo, también había en aquella ciudad una viuda que, acudiendo a él, le dijo: "¡Hazme justicia contra mi adversario!". Durante mucho tiempo no quiso, pero después se dijo a sí mismo: "Aunque no temo a Dios ni respeto a los hombres, como esta viuda me causa molestias, le voy a hacer justicia para que no venga continuamente a importunarme" (Lc 18, 3-5).

–La verdadera solución –en circunstancias como las que atraviesan muchas sociedades actuales– es crear entidades auténticamente católicas que den a todos los hombres de buena voluntad la oportunidad de recibir cristianamente lo que la sociedad no les ofrece: es necesario que los buenos periodistas se asocien para crear periódicos y agencias informativas confesionalmente católicas; que los médicos y el personal sanitario en general se asocien y funden hospitales católicos, inspirados en la práctica respetuosa de la ley moral y en la misericordia con los pobres y enfermos; y lo mismo se diga para las demás profesiones: en el campo del derecho, en las escuelas y universidades, etc. Los empresarios católicos deberían apoyar e invertir su capital en estas empresas. ¿Hablo de una utopía?

        ...Y por sobre todo, hay que rezar. Tal vez las cosas no serían así, si fuésemos mejores. Hay que rezar por nuestro pueblo, y mucho. Debemos decir, una y otra vez, como Moisés: Perdona la iniquidad de este pueblo conforme a la grandeza de tu bondad, como has soportado a este pueblo... hasta aquí (Nu 14,19).

 


Notas

[1] Juan Pablo II, Familiaris consortio, 32.
[2] Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1955; Concilio Vaticano II, Gaudium et spes, 89,1.
[3]  Cf. Juan Pablo II, Veritatis splendor, n. 46.
[4]  Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1955
[5] Cf. Ex 20,2-17; Dt 5,6-21; Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 1962 y 1968.
[6] San Agustín, Enarratio in Psalmos, 57,1; Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1962.
[7] Cf. Juan Pablo II, Veritatis splendor, n. 4; Evangelium vitae, n. 62, 65.
[8] Juan Pablo II, Evangelium vitae, n. 60.
[9] Juan Pablo II, Evangelium vitae, nn. 2, 40, 54.
[10] Juan Pablo II, Evangelium vitae, n. 39.
[11] Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2375-2378.
[12] Juan Pablo II, Evangelium vitae, n. 54. Cf. n. 58; Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2270 y siguientes.
[13] Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2278; Código de Derecho Canónico, canon 1398; cf. c. 1314; 1323-1324.
[14] Pablo VI, Humanae vitae, n. 12; Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 2360 y ss.; Juan Pablo II, Familiaris consortio, 32; Concilio Vaticano II, Gaudium et spes, 51,3.
[15] Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 2380-2391; 2351-2359.
[16]  Cf. Pablo VI, Humanae vitae, nn. 12 y 14.
[17] Cf. Lino Ciccone, En el Magisterio universal de la Iglesia, ¿la anticoncepción es considerada materia grave o leve de pecado?, L’Osservatore Romano, n. 4; 24 de enero de 1997, pp. 9-10.
[18] Cf. Pablo VI, Humanae vitae, n. 16; Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2370.
[19] Juan Pablo II, Familiaris consortio, n.36; Pontificio Consejo para la Familia, Sexualidad humana: verdad y significado, n. 41.
[20] Cf. Carta de los Derechos de la Familia presentada por la Santa Sede, 22 octubre de 1983, art. 5.
[21] Cf. Pontificio Consejo para la Familia, Sexualidad humana: verdad y significado, n. 136.
[22] Cf. Pontificio Consejo para la Familia, Sexualidad humana: verdad y significado, n. 141.
[23] Cf. Pontificio Consejo para la Familia, Sexualidad humana: verdad y significado, n. 142.
[24] Cf. Pontificio Consejo para la Familia, Sexualidad humana: verdad y significado, nn. 135-141.
[25] Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, nnº 1954-1955
[26] Cf. Santo Tomás, Suma Teológica, I-II, 95, 3.
[27] León XIII, enc. Sapientiae christianae, 10 de enero de 1890, nn. 9-11.
[28] El Santo Padre Juan Pablo II analiza en la Evangelium vitae el caso concreto en que un determinado voto parlamentario fuese determinante para favorecer una ley más restrictiva, es decir, menos mala que la vigente o la que se propone. Si no se puede aspirar a sancionar una ley concorde al derecho natural, ¿se puede dar apoyo a una menos mala? El problema es muy delicado y el Santo Padre se limita a indicar las líneas generales de solución indicando: «cuando no sea posible evitar o abrogar completamente una ley abortista, un parlamentario, cuya absoluta oposición personal al aborto sea clara y notoria a todos, puede lícitamente ofrecer su apoyo a propuestas encaminadas a limitar los daños de esa ley y disminuir así los efectos negativos en el ámbito de la cultura y de la moralidad pública» (Juan Pablo II, Evangelium vitae, 73).
[29] Juan Pablo II, Evangelium vitae, 73.
[30] Juan Pablo II, ibid.; Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2242: "El ciudadano tiene obligación en conciencia de no seguir las prescripciones de las autoridades civiles cuando estos preceptos son contrarios a las exigencias del orden moral, a los derechos fundamentales de las personas o a las enseñanzas del Evangelio. El rechazo de la obediencia a las autoridades civiles, cuando sus exigencias son contrarias a las de la recta conciencia, tiene su justificación en la distinción entre el servicio de Dios y el servicio de la comunidad política. Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios (Mt 22,21). Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres (He 5,29): ‘Cuando la autoridad pública, excediéndose en sus competencias, oprime a los ciudadanos, éstos no deben rechazar las exigencias objetivas del bien común; pero les es lícito defender sus derechos y los de sus conciudadanos contra el abuso de esta autoridad, guardando los límites que señala la ley natural y evangélica (GS 74,5)".
[31] «Además, como afirma de modo particular el Concilio, 'el oficio de interpretar auténticamente la palabra de Dios, oral o escrita, ha sido encomendado sólo al Magisterio vivo de la Iglesia, el cual lo ejercita en nombre de Jesucristo'. De este modo, la Iglesia, con su vida y su enseñanza, se presenta como 'columna y fundamento de la verdad' (1Tim 3,15), también de la verdad sobre el obrar moral. En efecto, 'compete siempre y en todo lugar a la Iglesia proclamar los principios morales, incluso los referentes al orden social, así como dar su juicio sobre cualesquiera asuntos humanos, en la medida en que lo exijan los derechos fundamenta­les de la persona humana o la salvación de las almas' (Cf. CIC, c. 747,2)» (Juan Pablo II, Veritatis Splendor, 27).
[32] "Esta infalibilidad que el Divino Redentor quiso que su Iglesia tuviese al definir la doctrina de la fe y de la moral, se extiende tanto cuanto el depósito de la divina Revelación, que ha de ser custodiado celosamente y expuesto con fidelidad. Esta infalibilidad la tiene el Romano Pontífice... en virtud de su oficio, cuando en su calidad de supremo Pastor y Maestro de todos los fieles a quienes debe confirmar en la fe proclama con un acto definitivo una doctrina referente a la fe o la moral. Sus definiciones, por sí y no por el consentimiento de la Iglesia, son irreformables, por haber sido proclamadas bajo la asistencia del Espíritu Santo... y así no necesitan ninguna aprobación de otros ni tampoco admiten la apelación a tribunal alguno" (Concilio Vaticano II, Lumen gentium 25).
[33] «El oficio de conservar santamente y de exponer con fidelidad el depósito de la revelación divina implica, por su misma naturaleza, que el Magisterio pueda proponer "de modo definitivo" enunciados que, aunque no estén contenidos en las verdades de fe, se encuentran sin embargo íntimamente ligados a ellas, de tal manera que el carácter definitivo de esas afirmaciones deriva, en último análisis, de la misma revelación. Lo concerniente a la moral puede ser objeto del magisterio auténtico, porque el Evangelio, que es Palabra de vida, inspira y dirige todo el campo del obrar humano. El Magisterio, pues, tiene el oficio de discernir, por medio de juicios normativos para la conciencia de los fieles, los actos que en sí mismos son conformes a las exigencias de la fe y promueven su expresión en la vida, como también aquellos que, por el contrario, por su malicia son incompatibles con estas exigencias. Debido al lazo que existe entre el orden de la creación y el orden de la redención, y debido a la necesidad de conocer y observar toda la ley moral para la salvación, la competencia del Magisterio se extiende también a lo que se refiere a la ley natural. Por otra parte, la revelación contiene enseñanzas morales que de por sí podrían ser conocidas por la razón natural, pero cuyo acceso se hace difícil por la condición del hombre pecador. Es doctrina de fe que estas normas morales pueden ser enseñadas infaliblemente por el Magisterio» (Congregación para la Doctrina de la Fe, Instrucción «Donum veritatis», sobre la función eclesial del teólogo, nº 16).
[34] Cf. Santo Tomás, Suma Contra Gentiles, I, 4.
[35] «Cuando el Magisterio de la Iglesia se pronuncia de modo infalible declarando solemnemente que una doctrina está contenida en la Revelación, la adhesión que se pide es la de la fe teologal... Cuando propone "de modo definitivo" unas verdades referentes a la fe y a las costumbres, que, aun no siendo de revelación divina, sin embargo están estrecha e íntimamente ligadas con la Revelación, deben ser firmemente aceptadas y mantenidas. Cuando el Magisterio, aunque sin la intención de establecer un acto "definitivo", enseña una doctrina para ayudar a una comprensión más profunda de la Revelación y de lo que explicita su contenido, o bien para llamar la atención sobre la conformidad de una doctrina con las verdades de fe, o en fin para prevenir contra concepciones incompatibles con esas verdades, se exige un religioso asentimiento de la voluntad y de la inteligencia. Este último no puede ser puramente exterior y disciplinar, sino que debe colocarse en la lógica y bajo el impulso de la obediencia de la fe» (Congregación para la Doctrina de la Fe, Instrucción «Donum veritatis», sobre la función eclesial del teólogo, 23).
[36] Cf. Juan Pablo II, Evangelium vitae, n. 19.
[37] Congregación para la Doctrina de la Fe, Instrucción sobre el respeto de la vida humana naciente y la dignidad de la procreación, III: "Ante estas leyes se debe presentar y reconocer la ‘objeción de conciencia’".
[38] Congregación para la Doctrina de la Fe, Instrucción sobre el respeto de la vida humana naciente y la dignidad de la procreación, III.
[39] Congregación para la Doctrina de la Fe, Instrucción sobre el respeto de la vida humana naciente y la dignidad de la procreación, III; cf. León XIII, Sapientiae christianae, nn. 9-11.