Objetivos del exilio

Autora: Zenaida Bacardí de Argamasilla

Libro: Pinceladas

 

Que difícil, Señor, resulta comprender la mentalidad del exiliado.

Salir de la patria sabiendo que no se volverá, romper los lazos que nos ataban con más fuerza y arrancarnos del corazón todo lo que nos pertenece y que debía pertenecernos siempre.

Hay quien dice que no extraña las cosas materiales, que no tienen valor.

Yo sí, Señor. Pero no se tata de la cuenta del banco, ni de papeles dormidos por años en la caja fuerte.

Se trata de mis cosas de todos los días, de mis pequeñas insignificancias, de todo lo que con el tiempo fue formando parte de mí misma y llegué a considerar también parte de mi corazón.

Se trata de mi escritorio, Señor… que parecía tan viejo y para mí era nuevo cada día. Que asomaba a una ventana donde venía a saludarme la rama más olorosa de todo mi jardín. Desde él podía divisar esa cordillera de montañas que parecían una ensarta de picos misteriosos. Mi escritorio, con mi paisaje, con mis ideas flotando en él. Allí nacieron mis versos, allí escribí a mis hijos y allí nutrí mi inteligencia. Con él lloré, sufrí, me emocioné. Era el guardian silencioso de todo lo que encerraba mi alma, y muchas veces experimenté la sensación de que nunca podría dejarlo.

Se trata del sillón de mi marido, en torno al cual parecía que giraba toda la casa. Ese sillón grande y mullido donde siempre palpitaba su presencia, con su luz cerca, sus libros… y ese brazo ancho y confortable dond también cabía yo para rodearlo por el cuello y llamar algún hijo para que viniera a darle un beso.

Mi cama, Señor… esa cama de los padres que es como el corazón cálido de la casa, oculta a todos los extraños, pero donde los hijos sentían un placer infinito cuando se acurrucaban en ella.

Y mis adornos envueltos casi todos en un recuerdo, evocando algo… Y la galería de retratos familiares, deteniendo el tiempo en alguna fecha significativa, en algún acontecimiento importante… Y esas grandes pinturas escogidas y colocadas por mi madre, como una ofrenda de amor al hogar que consideraba también un poco suyo.

Y aquel cenicero de la mesa de noche, primero en avisarme que él se había levantado, que provocaba la primera oración del día para que ese cigarro no fuera un mal, ni una debilidad, sino algo que lo ayudara a pensar, a trabajar y a soñar… ¡Y aquellas plantas, Señor, que sembramos con tanta ilusión… y la cajita de música y el cofrecito de las prendas!

No es lo rico, ni lo pobre. Es el valor de las cosas de todos los días, que a fuerza de mirarlas y manosearlas se volvieron un poco mi persona.

Porque esa parte de apego humano, ese poco de alma que ponemos en los objetos que nos acompañan y que nos has confiado muchos años, es también amor, Señor… amor bueno, que se posa en todas partes, que se riega a nuestro lado dando calor, tibieza, al ambiente en que vivimos y al lugar donde nos movemos.

La falta de esos objetos cálidos, llenos de significado, es lo que hace vacía y triste la casa del exilio… Tú conoces bien esos fríos del alma, porque pasaste por todo.

Te pido, Señor, por cuanto encerraba aquella casa. Por lo que nombro y por lo que no.

Para que puedan seguir haciendo algún bien.

Y precisamente porque me importa, te la vengo a ofrecer con alegría, ya que Tú, y sólo Tú, eres el que das y quitas, haces y deshaces todas estas cosas incomprensibles que se van encontrando por los caminos del mundo.

¡Sólo Tú, Señor!