El milagro del amor y del dolor

Autora: Zenaida Bacardí de Argamasilla

Libro: Pinceladas

   

Queridas hijas:

Quiero hablarles del dolor de los hijos…

Es el riesgo que corre todo el que funda una familia, es el único dolor que en verdad purifica.

El único que enseña a comprender los errores, las tentaciones, las debilidades de todos los humanos.

Es el único que logra que sepamos abrazarnos como hermanos. El que hace tender la mano para que otro se alivie y se conforte. Y es capaz de dar calor fraternal a todos los hombres.

Toda obra, toda creación, es dolorosa, por eso un hijo duele en la carne al nacer y duele en el espíritu toda la vida.

El dolor de los hijos se siente distinto… No se parece a ningún otro. Porque hay dolores en los que responde la tristeza, la cólera, la decepción. En las madres responde el amor. Amor compacto, cosechado en muchos años. Amor que cabe sólo en la dimensión que desde su origen le hemos ido abriendo.

El dolor de las madres es como un canal abierto para conocer la verdadera grandeza. Porque el dolor de los hijos hace crecer el amor. Y no seca; enriquece.

El dolor de los hijos es el más terrible, pero lleva el germen de la belleza y de la valentía. Los demás dolores encaran una parte, un aspecto, una fase de la humanidad. El dolor de los hijos es íntegro, completo. Quien no lo ha vivido, no conoce un dolor total, un aniquilamiento absoluto, una agonía que hace renacer la vida y pulsar todas las cuerdas del alma.

Yo no hablo del dolor de perderlo definitivamente por designio de Dios, sino de aquel que nace de sus errores, de su debilidad, de sus desatinos.

Las lágrimas de las madres por sus hijos son tan tibias, que ese calor dilata el amor y el hueco que habíamos preparado para él desde su formación.

Por eso es el único amor done cabe tal forma de perdón, de protección, de entrega.

Por eso no son lágrimas ardorosas, sino cálidas.

No son lágrimas que responden a una reacción sino a un sentimiento. No son lágrimas para que traspase la amargura, sino para que ablanden el corazón.

Lágrimas que destilan amor y que siguen entrelazando al hijo a las mayores profundidades del ser humano, sólo se las concedió Dios a las madres, sin duda porque conocía su misión.

El dolor de los hijos es un puñal enterrado hasta lo más hondo que luego se derrite, se ablanda al tropezar con tanta ternura y tanto fuego. ¡Qué dulce tibieza pone la madre en su corazón para cubrir las debilidades y los errores de sus hijos!

El dolor de los hijos es como una ola grande que va envolviendo el corazón de la madre y lo hace inmenso.

El corazón de la madre es un árbol con corteza, donde el dolor del hijo no troncha, sino rasga, porque está hecho de fibras. Puede sangrar y abrirse, pero no muere.

Me gusta oír cantar a la ola mientras de desvanece, a la lluvia cuando golpea, al viento cuando corre. Porque la madre también es lluvia, ola, viento.

El dolor de los hijos destruye muchas ilusiones, mata muchas esperanzas. La madre calla. Amasa con lágrimas. Y del silencio y la oracion nace un ser nuevo, más recio, más completo, más valeroso.

Madre e hijo: dos nombres que cuando se pronuncian hacen que lo demás sea insignificante.

Una vela, y un viento que la dilata.

Una copa, y un sabor que la rodea.

Un alma, y un gran instrumento para volcarse.

Chispas del amor de Dios cayendo en la tierra, y convirtiendo en milagro parte del barro del mundo.

¡Luminoso milagro del amor y del dolor!

¡Gracias, Dios mío!