El exiliado

Autora: Zenaida Bacardí de Argamasilla

Libro: Corazón revelador

 

 

Exiliado es ver salir el sol por otros mundos y no calentarse.

Exiliado no es el que vive para escapar, sino el que escapa para desvivirse por un ideal.

Exiliado es ver en el mundo una claridad aterradora y no poder cerrar los ojos.

Reunir con gran esfuerzo las pajas del nido y no sentir el hogar.

El exiliado vive necesitando un fuego alto, definitivo y tiene que conformarse con ceniza caliente, humo denso, hilo de fuego, y lo peor: ¡no poder apagarlos nunca!

Exiliado es tener una patria sin forma, una familia desintegrada y un idioma donde las palabras de hermanos, palabras de la misma sangre, se van apagando, deshilvanando.

Llevar esas capas cubanas que a cada rato se levantan y nos lastiman, y no poder curarlas.

Exiliado es amar una ciudad y no tener ciudad. Llevar un paisaje en el alma y no tener paisaje. Sentir una raíz larga, honda, y no poder florecer.

Es sentir que se pierde lo auténtico. Y a la vez no se puede reafirmar ni adquirir otra personalidad que nos sea propia.

Exiliado es amanacer todos los días deslindando falsedades y verdades.

Elevarnos a Dios y al amor en busca de algo positivo.

Salirnos un poco del mundo que nos duele y nos ahoga, deseando la recuperación aunque sea en remolinos de polvo, en luz desolada, en suelo arrasado.

Es tener alegría siempre con dejos de tristeza.

Sueños con hilos de sangre. Convicciones que son pinchazos de espina.

Es ver llegar la Navidad y tener que ir lejos a encender el arbolito, y después de tenerlo encendido, llorar. Porque los brazos se abren aquí… pero el abrazo se da allá.

Es necesitar la amargura de muchos, y el dolor de tantos, para sentirse acompañado.

Anda sin ancla, por eso se mueve tanto. Anda sin brújula buscando lo que no encuentra. Anda sin faro porque no ve lo que quiere. Y si insiste en divisar, la nostalgia le cubre la cara, los ojos llenos de ausencia, los labios llenos de pesar, las manos impotentes… como si tuvieran el alma disminuida por esos mundos. Y el corazón como de intruso.

El exiliado anda sin destino propio, con una eterna rebelión. Con patria arrebatada y bandera suplantada se pueden llenar los bolsillos, pero nada alcanza para llenar el vacío de la vida.

El paisaje ajeno no lo sentimos propio, es distracción. El nuestro no es superficialidad, queda clavado en las entrañas.

Nuestro exilio es muy amargo, porque mirando la isla tan cerca, no podemos besarla. Es un tramo corto, en un abismo inmenso. Es el amor queriendo reducir la distancia. Y es la realidad, en una ensarta de años, queriendo destruir nuestra fe.

La isla nos une y a veces nosotros mismos nos desunimos de tanto rencor y tantos reveses acumulados.

Vivíamos a plenitud tierra, palmas, sol, brisa, sonrisas, montañas, carácter. Y nos parecía natural.

A veces, hasta vivíamos insatisfechos con todo lo que poseíamos.

Pero todo sirve, y ya conocemos lo único que nos faltaba: las cruces y el dolor. Aprendimos a valorar. Ahora sí sabemos lo que significan patria, lucha y esperanza.

Sabemos aspirar al heroismo. Porque no hay que cegarse: esta pesadilla no es un sueño, es una lección.