En la muerte de tu hijo

Autora: Zenaida Bacardí de Argamasilla

Libro: Cartas para una vida

 

Querida madre de Dios y de todos nosotros: 

Cuando te imagino junto a la cruz viendo morir a tu hijo, se me aprieta el corazón… es la imagen que más me sobrecoge. 

¡Qué fuerte y qué largo es el amor de las madres!  Piensa en las que han pasado ese dolor desde la tierra, sin tener tu valor, tu resistencia y tu temple. 

Porque ese dolor no pasa, no se queda en el camino:  quiebra el corazón, es como un asalto de dolor, como una fortaleza sitiada, como un arrancón en lo más íntimo, que te deja impotente, impasible, como si flotaras suspendida de un abismo. 

Acuérdate de que el dolor muy grande enfunda le fe, la deja atardecida, triste, como quien camina herido de muerte. 

Acuérdate de las que están aquí, y cuya fe no interroga, pero se sume en el vacío; cuyas palabras no llevan resentimiento, pero pierden la vibración y el colorido; cuyos ojos no están ciegos a la voluntad divina, pero pierden claridad; cuya garganta no está seca ni rebelde, pero pierde la canción y el tono. 

Es un gemido bajito, pero un gemido.  Una rebeldía sorda, pero una rebeldía.  Un dolor amarrado, pero al fin un dolor que persigue y martillea.  Además de tu ejemplo, dales algo más de fortaleza. 

El hijo llamado por Dios nunca se va.  Se queda.  Sigue bebiendo la vida en el recuerdo de su madre, que no lo deja ir. 

No muere el hijo, porque siempre está encendido.  El que deja una antorcha en el corazón de otro se traspasa, no muere.  No muere el hijo:  vive con Dios.  Y la madre no muere porque vive con ellos.  Pero como la rosa de un estanque rodeada de frío y soledad, cada vez que el agua lo refleja, ella tiembla:  se le cerró la primavera, se le secó la savia, se le fueron los reflejos, se le apagó el sol. 

Pero un hijo no se poda como la hierba.  Crece de raíz.  Y para irse hay que vaciarle las entrañas a su madre y exprimirle el corazón… ¡Qué bien debes de saberlo tú! 

La muerte es un instante.  El vacío que queda es tiempo que no termina. 

El hijo que se va deja una rosa entre las manos, que la madre siempre estará calentando, aunque no pueda volver a nacer.  Con un hijo se conoce el amor, pero nunca aprendemos el olvido. 

A un hijo nadie le quita su lugar.  Aunque no esté presente, nadie lo destrona. Sólo Dios puede tocarlo, y eso, para darle un grado más alto, colocarlo a otro nivel y dejarlo mover un poco más arriba. 

La madre no es una amor por circunstancia por casualidad, por oficio.  Es amor porque el hijo no se apaga nunca en la llama de su corazón. 

Con esa llama debes de haberte quedado tú hasta que fuiste a buscarlo.  Con esa llama enciendo hoy la velita en nombre de todas las madres de la tierra. 

¡Para que les des tu aliento!