De la madre a la hija que se aleja

Autora: Zenaida Bacardí de Argamasilla

Libro: Cartas para una Vida

 

Querida hija: 

Te fuiste de nuestro lado, según tus palabras, para regir tu vida, tomar sola tus decisiones y hacer con tus deseos y tu vida lo que ambicionabas. 

Pero la libertad hay que saber manejarla, hay que “trabajarla”, pues para caer en manos de otros sólo hay que dejarse llevar, y para andar tambaleándose basta ponerse en manos del viento. 

El camino te parece ancho, pero los consejos te lucen estrechos y la ley de Dios la sientes pesada y difícil.  La libertad también tiene sus imperativos y sus leyes, y se paga caro por violarlas. 

Pero no vengo a hablarte de la maldad del ambiente, de los errores, de los peligros… Vengo a decirte que me haces falta, que te extraño, que te quiero.  Que se enfrió el nido cuando voló la paloma.  Que te busco en los rincones de tu cuarto, en el estante de tus discos, en los recodos de mis pensamientos. 

El amor de los hijos, aunque sea corto, mal dado, como hecho a retazos, ilumina el alma y revuelve el corazón. 

El amor de las madres es siempre una cumbre solitaria, es un pozo de amargura y un pozo de luminosidad. 

Las quebraduras y resbalones humanos de los hijos no se miran con ojos inflexibles, sino con una luz atenuada, delicada y justificadora. 

Los resentimientos se curan con besos y los besos se dan con una ternura tan profunda como el mar y tan blanca como la espuma. 

Aunque la madre lleve una zona dolida, nadie puede entrar en ella, ni dañarla, ni tocarla, ni atacarla, ni juzgarla, porque la defendería como una fiera.  Nadie le puede ofender un hijo.  Es como una muralla de granito donde hasta el aire malintencionado se detiene. 

Porque los hijos son sus rosas y esas rosas son astillas de sus huesos, ligamento de su espíritu, sangre de su corazón, luz de su alma. 

Quisiera condensar para ti toda la sabiduría de mis años y todas la ilusiones de tu juventud. 

Quisiera enseñarte todo lo que sé de tus miradas y de tus silencios, y todo lo que vive bajo mis experiencias y mis hallazgos.  Se aprende mucho cuando entre el camino y Dios, están los hijos.  Por eso las madres rescatan de los peligros, vaticinan las tormentas, intuyen las realidades y entienden mucho las palabras del corazón. 

La madre es una pulidora de perlas.  A veces tiene que irritar y segregar para poder pulir, pero siempre dentro de la concha del amor, que es la que saca los milagros.  Todo con años de trabajo y difícil elaboración. 

Te quiero, hija.  Nunca me acuesto sin taparte, sin mirarte un rato, sin rezar por ti, sin poner la cabeza en tu hombro para que tengas algo en que apoyarte, algo que no se te despegue. 

Porque nada sirve sin sustentación, todo necesita en que apoyarse: el ala, su aire; la vida, su eje; la raíz, su tierra; el canto, su nota.  Los hijos, la madre para hacer bueno el mundo y llenar su corazón.  La madre, al hijo para poder vivir. 

Yo podré ser tu estrella… ¡pero tú eres mi sol!