Al joven adolescente que quiere vivir

Autora: Zenaida Bacardí de Argamasilla

Libro: Cartas para una Vida

 

Querido joven: 

Para ti mi carta del alma. 

Porque te tiemblan las alas al viento, crees que ya sabes volar.  Porque te rebasa la vida a borbotones, te parece fácil nadar en este oleaje.  Porque se te dan las primeras herramientas, los primeros ladrillos y el primer cemento, crees que sabes delinear, construir y hacer perdurable tu obra. 

Pero no es así: la adolescencia es el momento en que al pájaro le empiezan a crecer las alas, al viento la fuerza y a la rosa la raíz. 

Es una edad crítica y no, como muchos creen, la más feliz de la vida.  Es una edad difícil, desde la que puede mancharse para siempre el alma de los hombres. 

La adolescencia es una época fuerte, hecha de opuestos.  Es el momento en que uno se individualiza, busca al mundo, lo ataca, lo denuncia y, aunque se desilusione, no se resigna a dejar de ser y dejar de combatir.  Todo la hiere, todo lo enerva, pero todo la va haciendo crecer. 

No conoce la voz baja de la simulación y estalla fácil,  porque el corazón se le rompe por cualquier cosa.  Lo mismo ríe que llora. 

Ese primer despunte de juventud es presa codiciada para la manipulación, porque aún no conoce a fondo los resortes ocultos que hacen al hombre acomodaticio y cobarde.  Es extremoso, desprendido, como un cohete que estalla en chispas de luz y quieren apagarlo para hacerlo caer. 

Yo sé que la adolescencia no es jaula: es  espacio, y que el espacio no es cielo: es crecimiento.  Y el crecimiento duele, aunque el dolor limpia el corazón y da dimensión a la vida al dejar su huella.  A veces te mides por lo que sufres. 

Es ímpetu para empezar y pasión para entregarse, dueña de las alas y los horizontes.  Cuando las abre, pueden ser gigantescas y cuando las cierra, siempre se les quedan hilitos de luz que las hacen resplandecientes y promisorias. 

En la adolescencia no se siente todavía el desbalance de lo que somos y lo que quisiéramos ser, porque existe tiempo abundante para llegar.  Es como un pajarito picoteando en la novedad del amor y girando sobre la vida con alas de colores. 

Forjadora de planes, de rutas, de caminos.  Y con ese anhelo desanda por el mundo.  Tiene grandes inquietudes y grandes reservas.  Es un potencial con poca reflexión y mucha sinceridad.  Y más que hacer bien la vida, lo que quiere es vivirla. 

La adolescencia es también vulnerable y sensible.  A esa edad, muchas veces se define la vida y se marca el alma.  Si es para bien, crecerá como un árbol robusto y florecido.  Si es para mal, acabará secándose o creando flores de ésas que más bien parecen tristes deformaciones de la naturaleza. 

De un pestañazo quieren verlo todo, y cuando deciden abrir los ojos, muchas veces es tarde.  De un sorbo quieren beberlo todo, y cuando se dan cuenta, ya están salpicados de veneno. 

Al adolescente se le desgaja la inocencia, se le sacuden las sensaciones y se le encrespan la curiosidad y el deseo.  Hierven todas las ansias de sus pocos años. 

Se confunde ante un mundo tan injusto, tan desigual, tan disparejo, tan implacable.  Se desconcierta ante un mundo ilógico, indigerible, incomprensible, deshumanizado, que no sabe configurar. 

La adolescencia tiene errores, lágrimas y asombros.  Errores con tiempo para rectificar y empezar de nuevo  para que la caídas no sean derrumbe y las experiencias no acaben en fracaso.  Lágrimas sin tiempo para heridas profundas ni cicatrices permanentes.  Y asombro ante ese mundo externo que lo rodea y le resulta indescifrable, donde todo evoluciona tan rápido como una ráfaga y tan devastador como una tempestad. 

El mundo “interno” le resulta un enigma con el despertar de los sentidos, que le revuelve hasta la raíz, y sin tiempo de madurar, lo tambalea.  Sin contar con esa libertad moderna y desenfrenada en el amor, que también le toca las entrañas. 

Muchas veces no aprecia ni valora el tesoro que tiene.  No sabe lo que quiere, pero sabe que algo le falta, que algo necesita.  No admite dirección, pero se alegra de que le muestren una meta.  No se somete pero solita busca un tronco que la apoye.  Y esta constante inquietud, ese constante girar por el mundo, no es más que en espera de una base, una moral, un amor que le sirva de sustentación y le realice la vida. 

Es una semilla nueva a la que le sobra ímpetu de brote, pero le falta consistencia de raíz.  Todo lo que lleva de audacia le falta de pericia, todo lo que lleva de ambición le falta de experiencia y con todo su coraje, se siente indefensa. 

Si le pones una rienda dura y firme, les parece una terquedad y un capricho.  Si les sueltas la rienda, se desbocan y peligran.  Sueñan con el cielo o se estrellan en la tierra.  No saben vivir en ese espacio intermedio y equilibrado donde se desenvuelve la vida. 

¡Cuidemos la adolescencia!  Porque experimenta una transición dolorosa en el momento más crítico del mundo, cuando el camino es más empedrado y la moral más baja.  Le falta reposo para buscar a Dios y recuerdos, conocimiento, historia para, desde el pasado, rectificar el porvenir. 

Le falta recibir las duras y sabias lecciones que da la vida, achicando las alas justamente cuando más ganas se tienen de volar.  Le falta el peso del dolor que se deja caer sobre cada uno, iniciando así el camino de la maduración.  Le falta sacar fuera todo lo bueno que lleva dentro… ¡y emplearlo! 

Derrocha la vida, porque le parece eterna.  Pierde oportunidades, porque no sabe canalizarlas.  Arde en impaciencia y por eso a veces se precipita sobre los acontecimientos cuando todavía no sabe juzgarlos con sabiduría, ni resolverlos con análisis y reflexión. 

Si queremos una forma más elevada de mirar la tierra, un vuelco total de los acontecimientos y un amor más profundo para hacer el mundo manejable y vivible, ¡cuidemos la adolescencia! 

Época de bellezas y contrastes, de llanos y montañas, de luces y de sombras, de amaneceres y de estrellas… 

¡Ay, adolescencia, eres como un cielo donde despacito se va fugando la luna suave de la infancia, para que aparezca el sol radiante de la juventud! 

Me recuerdas al Señor cuando era niño: tan frágil y tan fuerte, tan poderoso y tan humilde, tan humano y tan divino. 

Pidamos a Dios que nos ilumine y nos ayude, porque en la salvación de la adolescencia estamos involucrados todos nosotros.