A la niña que me ronda la vida

Autora: Zenaida Bacardí de Argamasilla

Libro: Cartas para una vida

 

Abuelita: yo quisiera verte por dentro.  Conocer esa luz profunda que tú dices llevan en el alma todos los seres humanos.” 

No, mi amor.  Esa luz es como la parte sagrada de cada persona, como la sombra y la claridad, el misterio y los estremecimientos de cada corazón. 

Somos celosos de esa intimidad, de esa parte sangrante que llevamos dentro, sin querer que nadie la vea. 

Esa debilidad que no mostramos, ese miedo que no dejamos salir, esa herida que gotea sin nadie saberlo.  Ahí está todo lo roto, todo lo tapado, todo lo oculto, todo lo que da idea de nuestra pequeñez. 

El mundo del corazón lo llevamos reservado… cuando más, son ráfagas momentáneas que se nos salen a veces. 

Es muy hondo el recodo donde se guarda el dolor.  Las heridas que sangran, las húmedas, las que no cicatrizan, no se las enseñamos a nadie.  A veces nos delata una pequeña chispa, pero sin que se pueda suponer todo el peso que guarda el corazón. 

Somos reservados con nuestras heridas y delicados para no hacer sufrir a los demás.  Aprendemos a ser recogidos cuando vivimos con un vaso hendido o con un alma lastimada. 

No, mi amor, mi muchachita.  En ninguna parte podrías encontrar nada más lindo que lo que tienes, ni mayor riqueza que la que posees.  La transparencia de tus años, el candor de tu alma, la pureza de tu corazón, la inocencia de tu mirada, la ingenuidad de tus preguntas, la calidez de tu sonrisa… Son los niños los que acumula los tesoros más valiosos, los que Dios quería tener más cerca de Él.  Y si alguna belleza tiene el hombre, es ese poquito de infancia que se le quedó pegado al corazón, ese poco de niño que todos llevamos dentro a pesar de los años, ese hilito de luz que nos viene de atrás, como recuerdo refrescante y transformador. 

Si algo pudiera enseñarte cuando te asomaras a mi alma será el amor de ustedes pegado a la piel, los ojos hinchados  de llorarlos, los labios secos de rezarles, el corazón gastado de quererlos, la mirada opaca de alumbrarlos, el alma fatigada de soñarlos y la vida consumida de seguirlos. 

Si algo te pudiera regalar, serían las armas que me sirvieron para luchar, las flechas que me sirvieron para regirme y la alas que me sirvieron para volar. 

Te daría sobre todo mi ramillete de palabras, que han sido como sonidos del cielo arrullándome el corazón. 

Te daría todo lo que soy, en lo que no cabe ninguna otra palabra: “abuela”.