Te fuiste...Y estas

Autora: Zenaida Bacardí de Argamasilla

Libro: Con las Alas Abiertas

 

 

Te fuiste… y estás.  Partiste… y te quedaste.  No te vemos, pero te sentimos. 

Apareces, revives y te mueves entre nosotros. Andas revoloteando la casa hasta que te monto en mis alas ¡y juntos salimos a volar! 

Un viaje de ausencia para mi y de recibimiento para ti. 

Cuchicheo contigo… y con todo lo que dejaste dicho alrededor de tu sillón. 

Por todos los rincones de sombra que hoy tiene la casa, te veo encender la luz, que por ser tanta, no pudiste llevarte. 

Ya no siento mi dolor tan tempestad.  Cuando te evoco, te veo como aquí, poniéndome más en la serenidad, en la razón.  Sin enjuiciar la vida ni querer penetrar el destino, ni preguntar a Dios el porqué de las cosas. 

Te veo entre nosotros como una corriente sin fin, que siempre se está traspasando y siempre sigue vigente dejándonos algo. 

Ahora el dolor se me ha vuelto más callado, más tibio, como lluvia más fina, ¡pero sin escampar!  Como rocío más suave, pero que amanece conmigo todos los días. 

Eras como el filtro para limpiar  y para mis lágrimas.  Eras el goteo que no me dejaba morir.  ¡Me protegía tu sombra!  Y ahora, sin ramaje, no sé donde recostarme. 

Eras el río de la casa, el que ponía las compuertas para que no me desbocara.  Y yo siempre pensaba:  “¡Ya buscará la forma de arreglarlo todo! 

¡Los maestros nunca se van!  Y yo de ti lo aprendí todo:  la forma en que se debe amar y la paz con la que se debe morir.  Aprendí lo acontecido en todas las épocas del mundo y te oí dialogar sobre infinidad de libros escritos por los hombres, asimilando experiencia, belleza y sabiduría. 

Pero sin duda algo presentías de mi orfandad, de mi desprotección, de esa soledad que nace en el alma, aunque otros cariños la rodeen.  Temías no estar a mi lado cuando me asustara la vida y por eso me dijiste: “Es por ti por la única que pido.” 

Cuando se dejan tantas cosas, uno se va… y se queda.  Andas lejos… y cerca.  Arriba y abajo.  La figura no está visible, pero se palpa.  Y sin presencia, te haces sentir. 

Sé que estás aquí, siempre alerta a mi solitaria vejez.  Que los hijos hablan contigo todo lo importante.  Y que a lo mejor bajas con el Señor cuando venga a buscarme para entrar juntos al cielo, pues como siempre me has demostrado, ¡todo contigo es más fácil! 

Cuando se deja mucho, uno nunca se va del todo.  Aquí está vigente el código moral que nos dejaste.  Y tú, dentro de él.  Saber cumplir es lo que da jerarquía a los hombres, y saber amar es lo que da dimensión a la vida. 

Seguiremos siendo lo que fuiste, lo que nos hiciste ser, lo que nos grabaste por dentro. 

Los dolores del alma no se curan con razones: porque estabas enfermo, porque casi no veías, porque tenías muchos años… Lo más que podemos hacer es atenuarlo pensando que velas por nosotros y que algo harás para que nada nos separe, que te adelantaste para recibirme con todo arreglado, como solías hacerlo siempre. 

La herencia es excesiva para los que quedamos.  Hay que fortalecer los hombros para saber llevarla. 

Fuiste un tronco de singular madera, y sigo descansando sobre ella, porque hoy es lo único que necesito: ¡descansar en ti! 

No te estamos regalando nada: la muerte se llevó tu maleta vacía.  Estamos recogiendo y guardando toda la obra que dejaste. 

¡Cuánta responsabilidad para tus hijos el legado de amor entre ellos y de honestidad con los demás!  ¡Cuánta responsabilidad para mí, cuando me decías:  ”Cuídalos a todos”! 

¡Cómo obliga el legado de servicio que nos dejaste y el ejemplo que nos diste!  ¡Qué herencia tan grande en amor del corazón y en sabiduría de la vida! 

Los que dejan mucho en valores espirituales, dejan en la misma proporción grandes huecos, grandes vacíos y gran desprotección. 

Tú estás enterrado aquí, en el alma de nosotros, en el monumento alto que fuiste construyendo a nuestro lado.  Aquí, en el alma, en ese sitio de honor y de respeto que te fuiste ganando. 

Siempre estarás como querías estar:  entre Dios y nosotros. 

En cierta forma, la muerte ha sufrido un gran revés.  Quiso llevarse el árbol y se le quedó el germen, la esencia, la raíz.  Quiso arrasar con todo y se le quedaron los libreros, el reloj, las copas, el lugar de la mesa, los espejuelos, la tacita de café.  ¡Quiso barrerlo todo y se le quedó “el alma”, ésa que nosotros apresamos y que nunca podrá quitarnos! 

Quiso hacerte desaparecer y estás en cada cosa.  Siento tu tos, tus pisadas, tus llaves cerrando la casa, tu modo de recibir el diario, de apagar las luces, de preguntar por los nietos… Te palpamos, te sentimos, te convivimos. 

La muerte se llevó la cáscara, pero la pulpa, la historia, la obra, ha quedado entre nosotros con una luz  ¡y con ella nos alumbraremos! 

¡Cómo me gustaba tu corazón sencillo y ancho, hecho de nobleza!  Y tu forma de tratarme, delicada y complaciente, con el esmero de una rosa a quien hay que cuidarle todos sus pétalos.  Vigilabas para que no me rompiera las alas cuando volaba demasiado alto, y a la vez, que no se me enfriara la vida por dejar de soñar.

Nunca olvidaré cuando con todos los hijos alrededor de la cama, uno te preguntó: “Quieres algo, papa?”  ¡Quiero que sean felices!  Y que no busquen la felicidad en festejar, ganar, lucir, comprar.  La felicidad sólo la podrán encontrar llevando la paz dentro de ustedes mismo.”

A mí me respondiste muchas veces:  “Cuando yo falte, sé feliz.  Recuerda que la felicidad es un empeño en la vida, sólo la alcanza el que lucha por ella.”

 ¡Así eras, amor!

En el carácter: temple.  En la voluntad: acero.  En la conducta: principios.  ¡Y miel en el amor!

 

Ahora quiero decirte que no sé vivir sin tus brazos, que no sé entrar a la casa sin correr a tu sillón para darte un beso, que no sé como dormirme sin darte las buenas noches, apretarte las manos y taparte los pies. 

A esta edad, el amor no se disuelve: se espesa.  El amor no desaparece: se concentra.  El amor no se pierde: se cierne como un rocío fino, humedeciendo la vida.  No se opaca: deja toda la luz encendida en el último te quiero y prendida en el último beso. 

Tal parece que Dios dejó dicho:  “Lo que Yo he unido, que no lo separe el hombre.  Y lo que la pareja se ha entregado, ¡que no se lo lleve la muerte!” 

Debes saber que todo lo que me dijeron tus manos antes de morir, lo entendí perfectamente.  Y todo lo que me escribiste con los dedos se me ha quedado grabado en el hueco de la mano.  Y todo lo que balbuceabas, lo entendí y lo llevo como una estrella, colgado de mi vida. 

Yo sé que la muerte no es vivir sin ti.  Que la separación no es quedarse vacío.  Que cambiar de forma no es estar desprovisto.  Y que haberse amado vale para esta vida y para la otra.

Pero nunca volveré a dormir como cuando tú vigilabas mi sueño, y prohibías los ruidos, ¡y te quedabas con el timón! 

Nunca volveré a dormir como cuando tenía las pupilas alegres, los labios dulces, el cántaro lleno, la respiración acompañada y el corazón “calientico.  ¡Nunca! 

Ayúdame a que no se me resbale la tristeza ni se me pueda convertir en días sin sentido y en noches de vacío.  Que este dolor no emborrone mis últimos días, ni paralice mis últimos esfuerzos, ni deje trunca la misión que me has dejado, ni me haga perder la sensibilidad, el sabor, la vibración, y el vuelo que se necesita poner para vivir. 

Cuida mi tristeza… y déjame hacer algo valioso con ella.  Que sea como un cofre sagrado para guardar las emociones que hemos vivido.  Que sea una balanza donde se pueda medir con sentido divino, una brújula para caminar de acuerdo contigo.  Que la tristeza sea un amor que ofrecer, una luz para divisarte y unas alas para subir. 

¡Gracias por todo! 

Porque sin exigirme nada, me convencías de todo. 

Porque siempre reducías a una sencillez lo que para mí parecía un mundo. 

Y porque hasta mis caprichos, descritos por ti, parecían dones de Dios. 

Gracias, porque siempre me endulzabas las lágrimas, me trasmitías la fuerza y  me llenabas de ternura los huequitos ésos que se van quedando sin llenar en el fondo del corazón. 

Gracias, por ese caudal de recuerdos que encierran todo lo que representa una larga vida, una numerosa familia, un dolor de exilio y un camino sembrado. 

Por ser el tronco que me dio vida, me dio ramaje y me dio sombra.

Por esa mente que me dio luz, me dio sabiduría y me dio abundancia. 

Por ese timón que me dio orientación, me dio remos ¡y me dio un puerto! 

Por el aprendizaje y la riqueza de haber vivido contigo: 

Un cristiano.

Un timonel.

Un caballero.

¡Y un señor!