Te entrego un año y te encomiendo otro

Autora: Zenaida Bacardí de Argamasilla

Libro: Con las Alas Abiertas

 

 

No quiero  hacer rutina de un año tras otro. Quiero darme cuenta de lo que vale el tiempo.  Darme cuenta de que es el espacio donde se juega mi salvación, el instrumento para hacer algo por Tí y las rosas que van a llenarme las manos para irme perfumada. 

¡Gracias por dejarme vivir en este mundo tan variado, tan lleno de árboles, de ríos, de peces, de aves, de montañas!  Un mundo diverso y armonioso, lleno de colorido, de ebullición, de luz.  Un mundo con un sol que amanece y nos levanta para batallar, para emprender, para gozar, para sufrir, para abrir caminos, crear sueños y aprender a amarlo todo. 

Te digo gracias por haber nacido en Cuba, una tierra de agua, de azúcar, de montañas y de flores.  Y crecido en Santiago, aquel rincón donde uno se sentía bueno, donde uno era dueño, donde uno se empapaba en la “sabrosura de vivir”.  En ese hogar grande se me pusieron los ojos azulosos de tanto mirar el mar, y las alas alegres de tanto ver sonreír a las palmeras, y las manos brillantes de meter en ellas tantas estrellas, y el corazón encendido de pasearlo entre claveles y flamboyanes.  El alma ancha, como si todo le cupiera, ¡como si el mar y el cielo fueran míos! 

Gracias, Señor, por los avances que he podido ver, por tantos pensamientos que pasan por mi mente como jinetes desbocados y tantos otros que me inundan la vida y me nutren por dentro, como nutre el río a la semilla. 

¡Gracias por la escritura, con la que comparto todo lo que me regalas, todas las emociones del camino, todas las claridades de la inteligencia, todas las heridas del corazón, ¡y todos los vacíos del alma! 

Gracias, porque aunque nunca pude fundirme con las raíces de otras tierras, Tú permitiste que nacieran granos nuevos por estos caminos y me dejaste sembrar semillas, cortar rosas, alzar el vuelo y tirar mensajes y versos, como si mi corola se fuera despetalando por todas partes. 

Yo no necesito estar parada sobre mi tierra: ¡ella flota dentro de mí!  No necesito su sombra: yo tengo su alma.  No necesito que me la nombren:  está esculpida en mi corazón. 

Al salir de la patria conocí un dolor que nunca había sentido.  Aprendí que la patria sale contigo, que mientas más te alejas, más te la pegas al corazón, y mientras más tiempo pasa, más la necesitas. 

Al perderla hay como un desconsuelo que va contigo a todas partes.  Y entendí al desterrado, al triste, al desarraigado, al ambulante, al que anda sacudido por el viento. 

Entendí a los que andan perdidos con sus balsas en alta mar, y a los que andan perdidos por el mundo sin encontrar acogida en ninguna parte, como balsas sin orillas, llenas de barrotes que les tapan la luz… Eso hay que tenerlo ante los ojos para llorarlo y vivirlo. 

¡Gracias, porque la agujita de mi vida estuvo siempre marcando un ideal! 

Porque mi infancia fue de campo, como un pajarito correteando por todas partes.  Mi adolescencia fue más bien de mar, con oleajes, con tormentos por dentro, con amor que se sueña.  Mi madurez fue de plenitud, de corazón colmado, de vuelos gigantes, de acontecimientos íntimos, jugosos; de hacer huerto, de libar en la colmena, de dar a la vida su verdadero sentido y su forma permanente para laborar en ella. 

Mi vejez está siendo sin patria, sin acostumbrarme a tenerla lejos, a cantar en tierra extraña, con hijos disgregados, con salud a medias, con sueños sin futuro, con el sobresalto de no poder esperar y el deseo de morir como he vivido: “en Cuba y en cubano”. 

Gracias, Señor, por la madre que me diste.  Mientras más la recuerdo, más sabia la encuentro. 

Yo sé que no he podido iluminar todas las penas, pero a muchas las he puesto a dormir.  No he podido pasar todos los puentes ajenos, pero sí traspasé muchos con regalos de amor.  No he podido acabar con todas las cruces, pero sí he puesto el hombro en algunas que estaban por caer. 

No he quitado el insomnio de todo el mundo, pero sí me he desvelado pidiéndote protección para los que sufren. 

No he podido repartir todos mis sueños, pero si he paseado por tu inmenso jardín tirándolos al viento. 

No he podido calentar todas las tristezas, pero sí me abracé con algunas como si hubieran nacido dentro de mí. 

Tal vez me quedé con el brazo corto, sin levantar suficiente la luz, pero salí a cielo abierto y te pedí que llenaras a los hombres de estrellas por mí. 

¡Gracias por todas las noches que hemos pasado juntos!  Nunca tuvieron mis pupilas más luz que en la penumbra, ni he oído tu voz más clara que en lo oscuro, en lo callado, ¡en el corazón misterioso de la noche! 

Gracias, Señor, porque he madurado fruto, agudizado la inteligencia, cortado rosas, divisado lo que antes no veía y manejado con habilidad lo que antes parecía imposible. 

¡Gracias por hacernos libres!  Ya experimenté que la libertad no se puede matar aunque se aplaste al hombre.  Que el pensamiento es de nuestra propiedad y nadie puede cortarle las alas, ni quitarle sus espacio, ¡ni prohibirle volar! 

Es un privilegio ser hombre y tener derecho a una mente libre. 

Gracias por hacerme mujer.  Ella es el hechizo de la tierra, el lucero del mundo.  La hiciste sensible, amorosa, tierna  le diste una misión elevada.  Ella conoce el arte de sentir, intuir, presentir, adivinar y mirar por dentro.  Ella forma al hijo, conduce al joven, rinde al hombre ¡y calienta al viejo! 

Ante muchas mujeres hay que decir:  “Esa débil, es una fortaleza.  Esa mirada dulce es un arma de fuego.  Esa habladora lleva el amor a flor de piel. Esa sofisticada lleva las cuerdas muy profundas.  Y esa rezadora es capaz de mover a Dios.” 

¡Gracias por hacerme madre!  Porque ella es conductora, maestra, ángel, consejera, sabia.  Ella, con mirar, ya sabe; con una palabrita, ya imagina; con una contestación, ya percibe; con un silencio, ya sospecha. 

La madre es la medida exacta para que “quepa” el hijo.  La madre es como una semilla que se va dorando y haciendo fruto con el hijo.  Es la flor escogida de tu jardín, la única rosa que te sirve de taller… y te pasas meses trabajando en su entraña par dar forma e infundir vida. 

La maternidad es el modo más intenso de vivir. 

Pongo en tu corazón a mis seis hijos.  Cada uno es una rosa moldeada por tus manos y abierta por mis besos. 

El hijo es como la “maestría” en la ciencia de la vida.  Es la pasturita de nuestra raíz, la mechita de nuestra luz, el pedal de nuestra vida, el oficio que no se acaba ¡y el perdón que no se siente! 

La madre y el hijo son un nudo de amor y de sangre que nunca se desata. 

Gracias por mi fe.  ¿Que hubiera hecho sin ella?  Me ha servido de sostén, de brújula, de brazo protector.  Me ha dado aguante para el dolor, flores para la alegría, amor para repartir y sentido sobrenatural para mirar la vida. 

Con la fe, la pupila enfoca distinto, el amor se entiende de otra manera, el fuego es más alto, las cuerdas tienen otra vibración, y la vida se ensancha, se llena de abundancia… ¡nos inunda! 

¡Ay Señor! Te pido perdón y te doy gracias.  Te entrego un año y te encomiendo otro. 

Que lo que dejé en tentativa, se haga realización.  Lo que dejé a medio sembrar, se haga fruto.  Y lo que di por perdido, ¡se haga un nuevo amanecer!