Gracias por toda mi vida

Autora: Zenaida Bacardí de Argamasilla

Libro: Con las Alas Abiertas

 

 

Gracias, Señor, por toda mi vida.

Cada etapa ha estado llena de tu misericordia, asistida por tu sabiduría y calentada por tu amor. 

Gracias, Señor, porque siempre estás detrás de mis versos, frente a mi horizonte y debajo de mis alas.  Siempre estás al alcance de mis plegarias, a la mano en el momento preciso.  Siempre envuelto en mis ilusiones, rondando mi pensamiento, llenando mi corazón ¡y tocándome la vida!

Ese estar siempre presente es lo que te hace “ser Dios”.  Estar siempre perdonando, te hace ser Padre.  Y estar en mis ilusiones, mis planes y mis dudas, te hacer ser amigo.

Gracias, porque cuando tenía pocos años y era todavía un libro en blanco, un pajarito sin derrotero y un botoncito sin abrir, me sacaste del camino y me diste la mano para que pudiera conocerte.  No estabas en la ruta que me habían fijado, ni en la mente de los que debían conducirme.

  ¡Tú me entresacaste para Ti!

 Cuando lejos de ti yo me movía,

sin saber de la vida, inesperadamente,

cual luz que amanecía, sentí tu gracia

que besó mi frente.

 

No quisiste dejarme para crecer muy juntos,

cortaste el camino y prendiste la hoguera,

todo con la premura de que no me perdiera

 

Y a pesar de los años, a veces me pregunto:

esa luz que en el fondo te atraía,

¿se ha disipado en vano o existe todavía?

 

Si una vez ante mí te detuviste,

espera, mi Señor, de nuevo toca,

¡que hay a veces torrentes en la roca!

 

Más tarde llegó el amor, con sus nuevos horizontes, su desbordamiento, sus promesas, sus sueños, su luz.  Amor con ansias de marea, de luna llena de entrega total, de vidas calmadas.

Llegaron las realizaciones, se calentó el nido y se anunciaron los hijos.  Para mí, fue la época más profunda, más enraizada y más milagrosa.

Cuando los esperaba, se me derretían las entrañas y se me filtraba la luz.

Luego, poco a poco, llegué a la madurez.  Con otra lucidez para pensar, otra lógica para vivir, otras realidades que enfrentar ¡y otros caminos donde aprender!

En esa época, los  hijos crecen y se van… No se van:  la vida se los lleva.

Ya no eres su centro, ya no eres propietaria: eres consejera.  Ya no diriges: aceptas.  Ya no mandas: te resignas.  Ya necesita otra mujer, otro nido y otros horizontes.  Quiere crecer en otra dimensión y enfrentarse al asombro del amor, al viento de la vida y al rendimiento de sus propias facultades.

Luego los años van pasando sin sentirlo, y casi sin darme cuenta, ya estoy en el camino de la vejez, esa época difícil en la que los años “se van llevando la vida”.

El amor a esta edad no se deshoja: se enternece; no se apasiona: se entibia; no reluce: da paz.  Nunca pierde su calor, ni su esencia, ni su dulzura, ni su luz.  Se va traspasando hasta el final.

Aunque ya con los años todo desaparece, yo

sigo en pie, mirando cómo mi tronco florece.

Aunque ya con los años sienta el final cercano,

que la muerte me encuentre con rosas en la mano.

 

Como el alma no muere para quien tanto ama,

dejaré que mi canto se quede en cada rama.

Y cuando llegue la muerte, furioso vendaval,

aunque se tronche el tallo, ¡se quedará el rosal!

 

No puedo terminar sin pedir perdón a Luis Mario por estos versos.  Y sin agradecer a Dios las cuatro rosas que llevo prendidas en el corazón, esos cuatros dones que dejó caer sobre mi vida: el amor, la fe, la inspiración y la maternidad.  Cada uno de ellos con abundancia suficiente para sustentarnos, crecer, llenar la vida ¡y alcanzar a Dios!