El poeta y el verso

Autora: Zenaida Bacardí de Argamasilla

Libro: Con las Alas Abiertas

 

 

El poeta es el hombre que expresa el sentimiento rimando las palabras, aclarando la vida, haciendo palpitar el corazón y ver por dentro.  Con su verso puede dejar recuerdos, nostalgias, paisajes, amores, vida, luz… pero siempre deja algo.  Cuando lo que trasluce es opaco y no deja nada, ¡no es un poeta! 

Así como en las nubes nace el agua, en las rocas, corales, y en la concha, perlas, así nace el verso en el hombre.  Es un don que ya trae, que ya le ha sido asignado por Dios, como un regalo que manda al mundo por su medio. 

El verso surge en la intimidad.  Sólo algunas veces aparece como un pájaro juguetón, rompiendo todos los contenes y dejando cantar su corazón. 

A veces, el verso rompe su estuche de cuerdas y saca fuera su sonoridad, como un torrente de melodía que no le cabe en el pecho. 

A veces, la llave del dolor da libertad al verso, y se le nota mojado de lágrimas, triste de tinieblas, desolado de ausencias. 

Otras veces, con un golpe de alas barre el dolor y con un golpe de armonía serena el alma. 

También, a veces, sin saber cómo, empiezan las visiones portentosas y sale lo que se intentaba retener, y canta lo que no tenía sonido, y habla lo que no tenía palabras, y palpita lo que parecía sin vida ¡y se entronca en el milagro de Dios! 

A la raíz del verso la nutre la inspiración.  A la amapola de la vida la nutre el amor.  Al pensamiento lo nutre la luz.  Y a Dios, el espacio de cielo que vive detrás de las estrellas. 

El verso no es un esclavo que viene cuando tú lo deseas, sino un duende travieso que te ronda cuando menos lo esperas. 

Nunca podrás apresar la poesía… ¡hay que esperar a que ella se entregue! 

Los versos son como las alas del espíritu, como el reflejo de la luz que se lleva dentro, como una canción llena de notas personales, íntimas, secretas.  Chispas divinas que salen del corazón y se abrillantan con las palabras. 

Esas palabras que son la envoltura para presentar la idea.  Son el manto sutil, dando luces y sombras al pensamiento.  Son la cáscara protectora para que la pulpa salga embellecida, pero sin perder su sabor ni su esencia. 

Porque el verso necesita la palabra justa, la música adecuada, la “magia sorpresiva”.  El verso se fecunda por dentro con algo profundamente fuerte, soñador, y por fuera se adorna de giros y de flores. 

Hay versos que nunca se los damos a nadie: se quedan en nuestro nido, calentando en la intimidad nuestro secreto.  Y otras veces salen repiqueteando de nuestra campana, con un eco largo que no sabemos hasta dónde pueda llegar. 

El verso vive en todos los hombres, sólo que unos lo saben rimar mejor que otros.  Unos saben darle curso, otros no saben cómo manejarse con él. 

El poeta no debe tupir la selva demasiado.  Entre árbol y árbol, debe dejar pasar la luz, para que el lector encuentre claridad y no le resulta tan intrincado llegar a la raíz, a la médula, al sentido de lo que el poeta quiso trasmitir.  Esas estrofas confusas y forzadas, como sacando agua de una fuente seca, frustran la imagen de un buen poeta. 

La prosa es otra cosa, se concibe en otra forma.  La mente la usa y la encauza distinto, la enreda más directamente con la vida.  El verso se filtra con más terneza, se paladea con más dulzura, es más susurrante… ¡embriaga! 

La poesía, para el poeta, es un yugo que lo hace gozar.  Es una apretazón que lo libera y un manantial que lo desahoga. 

El poeta tiene alma de cumbre, pupila de águila, color de todos los matices y llave de todos los sentimientos. 

¡Ay, poetas, cuánto los envidio!  No tienen que buscar el alma de las cosas:  la ven.  No tienen que esperar el arte de otros para sentir: llevan dentro su propio surtidor.  No aguardan a que se les muestre la belleza:  les reluce en el camino.  No se les seca la inspiración: la llevan diluida en su propia naturaleza.  No necesitan que les tracen el vuelo:  tienen pase para ese otro mundo que Dios les permite disfrutar. 

El poeta calma la sed, rimando.  Sabe escuchar al universo, porque en el universo dejó Dios las mejores palabras y las más grandes melodías que pueda percibir el ser humano.  Todo el dolor y toda la belleza de la vida, la llevan detrás de la frente y delante del corazón. 

El verso es como el agua: se escurre.  Es como el viento: nos levanta.  Es como lo inesperado: se presenta.  El verso es fuerte y a la vez acariciante. Es de aleteos y de movimiento, ¡pero siempre hacia arriba! 

Es de colores y de pinceles, descriptivo y recóndito.  No se fabrica: fluye.  Es perseverante cuando insiste, e implacable cuando te rinde. 

El verso es capaz de cambiarte las imágenes y de presentarte a la mujer como una rosa, al amor como un beso y al niño como un sol. 

El poeta lo abarca todo, y con cualquier detalle puede hacer una obra maestra.  Sabe rimar la vida con todo lo que cabe en ella, y meterle dentro su corazón de fuego, para que arda y se caliente. 

Los poetas también tienen su propia personalidad, su marca de fábrica, su “estilo poético” que los define y por el cual muchas veces podemos identificarlos.  Todos tienen luz, pero cada uno arde con su propia mecha, se refleja con su propia claridad, se enciende con su propio caudal y se derrite con su propia cera. 

No hay como un poeta para expresar amor, para situar una lágrima, para desbordar una copa y para bordar un sentimiento. 

Mientras haya poetas, el mundo tendrá música; el amor, fantasía; los sueños, alas; el hombre, cuerda, y Dios, resonancia. 

¡Honor a los poetas! 

Que en estrofas, van desgranando la belleza.  En pinceladas, van pintando el paisaje.  En rosas, van aliviando el dolor, van tocando las emociones, van dando perfume, ¡van haciendo vivir! 

¡Cuántos amores encienden los poetas!  ¡Cuánta vida espiritualizada nos enseñan!  ¡Cuántas estrellas nos ponen en las alas!  ¡Cuánta “magia poética” nos regalan!  ¡Cuánto rocío van dejando caer!  ¡Cuánto sol nos meten en el alma!  ¡Y cuánta alma nos ponen en la vida!