Don Emilio Bacardí

Autora: Zenaida Bacardí de Argamasilla

Libro: Con las Alas Abiertas

 

 

   

Para que una vida signifique algo, debe tener antecedentes que le den consistencia, ideas que la enaltezcan, obras que la muestren y conducta que la consagre.  Todo eso hizo trascendente y valiosa la vida de Don Emilio Bacardí. 

Este es un hombre a quien hay que parársele dentro para “medirle las estatura”. 

No transitaba por las pequeñas bajezas de los hombres:  su mundo era más alto. 

No adulteraba la vida:  todo en él era verdadero. 

No era hombre de masa, de superficie ni de mediocridad, sino un hombre de montaña, de lucero y de mar.  Su solo tipo daba la sensación de dulzura y de fuerza. 

El corazón se le apasionaba como hecho de fuego.  Los sueños le crecían como hechos de alas.  Y la emoción le cantaba como hecha de música. 

Aquel abuelo tenía la frente ancha, como hecha de ideas luminosas; la cabeza canosa, trenzándose con las penas sufridas por la libertad; la boca firme y a la vez con la dulzura del que sabe cumplir y entregarse. 

Tenía los brazos acogedores para el abrazo, las manos llenas para las necesidades y la sonrisa despierta y leve, dejándola pasar al corazón. 

Ese viejo poseedor de muchos talentos tenía unos ojos azules, transparentes y profundos, que siempre miraban lejos… soñando, configurando, creando.  Y una voz cálida, que defendía sin humillar, sorteaba los problemas sin herir a nadie y clamaba la libertad para Cuba con valentía y apasionamiento. 

De espíritu selecto, enaltecía a la cultura con su amor al arte, a la historia, a la ciencia.  Defendía el recuerdo de la tradición, los valores del espíritu y las costumbres de la sociedad. 

Era un alma sensible y a la vez templada en las tormentas de la vida. 

Pensaba a lo ancho, con ideas renovadas y libres.  No vivía para los agasajos, ni para el dinero, ni para los honores.  Su mundo era más alto y su filosofía para vivir estaba llena de sabia sencillez. 

No ambicionaba acaparar para sí, sino remediar a los demás.  No se servía de su ciudad; se esmeraba en ella, la cultivaba, ponía de su bolsillo, la pulía. 

Tenía un magnetismo dulce.  No presumía de elegante, ni que sonara su nombre como campana al viento.  Le bastaba saber que el pueblo lo conocía, le sabía sus valores y le entregaba su corazón. 

Concentraba su amor en Santiago de Cuba, esa ciudad que marcó sus pasos, donde cada año enarbolaba su bandera, y que ha dejado su imagen grabada para siempre.  Allí encerró su corazón el alma de la patria. 

Capeó muchas tormentas familiares y políticas, pero si sorprendentes fueron su inteligencia y su integridad, no menos sorprendente fue su forma de mirar la vida y su forma de moverse en ella. 

Esos son hombres grandes, genios que nacen como chispas divinas, personas tan dotadas que hacen falta siempre.  Y recordar su partida causa dolor, recordar su trayectoria causa orgullo, y recordar su nombre siempre es inclinar la cabeza y dar con el respeto y la admiración. 

Son muchos los críticos, los eruditos, los sabios, que han escrito sobre él: como literario, como patriota, como gobernante… ¡pero yo quiero hacerlo como nieta!  Mirándolo desde su propia esencia y desentrañándolo desde su propia profundidad, desde su espíritu superior, que es la verdadera aristocracia de los grandes.  Describirlo desde el interior de sí mismo, desde la pulpa de su cáscara, desde el sostén de su tronco y desde mis primeros recuerdos infantiles. 

Era suave, conciliador, hombre de paz.  Tenía algo que cautivaba.  Y poseía el extraño don de saber no solo escribir, sino escuchar. 

Hábil para deducir las cosas, original para pensarlas y elegante para expresarlas. 

Esos ojos azules trasmitían mucho, a través de esos espejuelos que parecían dos focos de luz. 

Y esa frente era como la de Martí, donde se le sentían arder los sentimientos y se le veía incubar a la patria y mirar algo tan alto como un sol. 

Ese abuelo mío tenía la mirada larga, las ideas liberales, el pensamiento repleto y la bandera cubana atravesándole el pecho.  En cada listón le puso una promesa, que era como un acto de amor.  En el triángulo rojo estaba su corazón, y en la estrella, su cielo.  Toda ella era como un manto de madre envolviendo a sus hijos. 

Era un hombre especial.  De rasgos propios y definiciones geniales, porque los dos ramales de la vida, inteligencia y corazón, siempre le respondían.  Y a eso agregaba pinceladas de su propia filosofía para vivir, que eran fuente incesante de lógica y sabiduría. 

Pintaba los acontecimientos como si tuviera los pinceles largos para dar con la verdad.  Fundía la patria a su persona, como si fueran de acero.  Fincaba sus amores en la roca, como si fueran invencibles. 

Tenía múltiples facultades este hombre, y todas se rindieron a su esfuerzo.  Por eso no se le puede resumir en la excelencia de “algo”, sino en la superioridad de “todo”. 

Tenía la honradez de la mente limpia y el desprendimiento de las almas grandes. 

El tono literario vibró claro en su personalidad.  Su actitud espiritual fue reconocida por todos.  Y su hombría de bien se impuso. 

Tenía un alma grande, y sabía expresarla; una lógica extraña, y sabía desgranarla con claridad; una fantasía entre sombras y luces, y sabía aplicarla a las circunstancias; unos sueños de patria llenos de magnetismo.  Era visionario, intuitivo, singular. 

Cuando reposaba, y parecía que dormía, concebía, trabajaba, elaboraba…. Y a lo mejor estaba escribiendo.  Cuando se ensimismaba, se abstraía y se extasiaba, parecía en otro mundo… y a lo mejor estaba pintando.  Cuando miraba a los nietos pequeños parecía distraído… ¡y a lo mejor fabricaba un mundo nuevo para ellos! 

Con todos era bueno y generoso.  Conmigo era tierno, y me dejó como herencia ese amor por la escritura que ha sido mi mayor tesoro, este orgullo de haberlo tenido como abuelo y esta gratitud de mi corazón, que lo hace cada vez más entrañable e inolvidable. 

Gracias, abuelo.  ¡Qué falta me has hecho!