Distinta forma

Autora: Zenaida Bacardí de Argamasilla

Libro: Con las Alas Abiertas

 

El hombre y la mujer tienen distinta forma de enfocar, entender, desentrañar y vivir el amor. 

El hombre da por sentado que si esta con ella y cumple con sus obligaciones, está demostrando el amor.  Pero la mujer necesita más flores, más detalles, más halagos, más palabras y más besos. 

Él es más conciso, más concreto, más definido y más simplificado.  Ella todo lo alarga, lo mezcla con otras cosas, camina por otros vericuetos, maneja muchos colores para un mismo paisaje, cambia de lo más alto a lo más hondo con gran facilidad. 

Mientras él sube a pie firme la montaña, ella va bordeando el camino… y a veces por eso se les dificulta poder encontrarse. 

En la balanza de la vida, la mujer pone el peso, aunque el hombre sea el que ajuste el medidor. 

En las grandes pruebas de la vida, el hombre se achica y la mujer se crece.  En las pequeñas tormentas de todos los días, el hombre se sacude y la mujer se ahoga. 

La vanidad de la mujer se ve a simple vista:  le gusta ser bella, lucir, vestirse, agradar, comprar.  La vanidad del hombre es más oculta, vive encerrada en su ”cápsula de masculinidad”, pero tiene una potencia increíble. 

El hombre tiene el pulso más seguro y la lógica más aplastante.  Pero la mujer posee dos armas infalibles: el beso que desarma y la lágrima que gotea. 

A veces la mujer se embarga tanto en los hijos, que el hombre se siente relegado.  Y a veces el hombre se concentra tanto en el negocio, que la mujer se siente destronada. 

Las tiendas son la tentación de las mujeres y el suplicio de los hombres.  Ella lo ve todo y no se decide por nada.  Él ve lo que fue a buscar y decide de un plumazo. 

La mujer tiene romanticismos que el hombre rechaza como “cursilleria de mujeres”.  Y el hombre tiene crudezas que la mujer rechaza como “vulgaridades de los hombres”. 

El hombre y la mujer quieren al hijo en forma distinta:  el que crea se siente más dueño que el que pone los materiales.  Quien elabora el alimento y se lo pone a la boca no es lo mismo que el que espera verlo crecer.  La madre que lleva meses jugándose la vida no es lo mismo que el padre dichoso esperando un regalo. 

El hijo, para la mujer, es un sueño que tuvo desde el momento de nacer; para el hombre, es un magnifico proyecto que nació al contacto de su amor por ella. 

El padre adivina los peligros de la calle y el vértigo en que vive el hijo.  Pero la madre adivina la turbación que lleva dentro, la pasión que lo asalta, la tentación que lo deprime ¡y la ola que se lo lleva! 

El padre lo conoce más a flor de piel; la madre, a toque de alma. 

El padre le conoce más los pasos; la madre, las reacciones. 

El padre sabe lo que ve… La madre sabe lo que oculta. 

El padre sabe lo que lo perjudica.  La madre sabe lo que lo hace sufrir. 

El padre es mano dura para el castigo.  La madre es corazón blandito para el perdón. 

El padre sueña con el titulo que va a poner entre sus manos.  La madre sueña con el nieto que va a arrullar entre sus brazos. 

El padre aprieta la rienda cuando quiere frenarlo.  La madre lo enfunda en su guante cuando quiere protegerlo. 

Cuando se siente un hombre y quiere dinero, va con el padre.  Cuando se siente niño y quiere ternura, va con la madre. 

El padre le estimula el deporte.  La madre le cultiva la fe. 

El padre lo prepara para competir; la madre, para soñar. 

El padre quiere convertirlo en su orgullo; la madre, en su tesoro. 

Hay que convencerse de que el hombre tiende a una actitud intelectual y pasional, y la mujer, a una actitud amorosa y sentimental. 

Hay que convencerse de que cada uno entiende y sintetiza la vida en forma diferente.  Son distintos en gustos, programas, aficiones, libros. 

Ella quiere saberlo todo.  Él habla a cuentagotas. 

Ella delira por cosas que él detesta.  Y él sufre con muchas de las cosas que a ella le encantan. 

Él reza de acuerdo a su carácter y su modo de sentir, es claro, rápido, conciso. 

Ella se extiende en oraciones, no tiene fin en las peticiones y fantasea en todo lo que quiere que el Señor le conceda. 

No hay duda de que la mujer vive tocando el sentimiento y adornando la fantasía, mientras el hombre toca la realidad y lleva a la práctica los argumentos. 

Mientras él es palanca y razón, ella es magia y cielo. 

Él es el camino, ella la montaña ¡y Dios el sol! 

Es indiscutible que el padre es mucho más fuerte, más enérgico y más exigente con las faltas del hijo.  La madre es más débil, tiene una dimensión tan grande en el corazón que todo se le va tras el perdón. 

El padre es drástico; la madre disculpadora. 

El padre es implacable; la madre, compasiva. 

El padre es estricto; la madre, malcriadora. 

El padre exige, reclama, impone; la madre acaricia, compadece, le pide que cambie, ¡mira detrás de sus ojos y siente detrás de su debilidad! 

En muchos casos, el padre tiene que pasar por el puente de la madre para salvar al hijo.  Pero los dos se necesitan, se complementan, balancean la vida para que el hijo crezca fuerte y feliz. 

A veces, hay que poner lo enérgico junto a lo flexible, el rigor junto a la tolerancia, y lo invencible junto al ruego. 

La madre, muchas veces, como la Virgen, es “intercesora”. 

Al unirse en pareja, uno llena el vacío del otro, se suplen las deficiencias, se combinan los tonos, se matiza la vida, ¡se funden las almas! 

A la mujer, sin el hombre, le faltaría fuerza, tierra donde sembrarse, espacio donde proyectarse y vivir.  Perdería una gran columna donde apoyarse, un gran tronco donde cobijarse y un gran puerto donde anclar. 

El hombre perdería la otra orilla, la otra parte de sí mismo, el otro paisaje, el otro caudal, el resorte para las alas y el fuego para vivir. 

Sin esa rosa, el hombre no sabría cómo perfumarse.  Y sin ese tallo, la mujer no sabría cómo sostenerse. 

Sin las mieles de la mujer, el hombre no sabría cómo sazonar la vida.  Y sin la vitalidad del hombre, ¡la mujer no sabría dónde volcar su corazón!