Algo más que palabras

Tras una llamada de la familia de Nazaret

Autor: Víctor Corcoba Herrero

 

 

Definitivamente estamos de moda y de qué modo. Cada día son más los turistas internacionales que toman como destino preferente nuestros pueblos y ciudades. Toda una buena noticia. Pienso que las próximas fiestas deben acrecentarse las estadísticas, pero también la hospitalidad, por lo sagrado del tiempo que se vive. Las calles y plazas están luminosas, invitan sobre manera al divertimento del consumo más que al goce de compartir alegría, pero ahí están las mágicas bolas de colores para embobarnos y envolvernos de falsos dioses. Los reclamos son tentadores. La novísima fiebre de ausencia, en algunos lugares significativos, en cuanto a símbolos cristianos como el tradicional Belén, carece de sentido y es toda una contrariedad al momento, que para nada facilita el encuentro entre las personas y el reencuentro con el júbilo de la felicidad. 

A pesar de tantos pesares, la historia se repite como llama que nos llama al alma y nos resucita los buenos deseos. Yo mismo, de pronto, recibo una llamada de la familia de Nazaret, para que haga la crónica de lo que allí pase, de lo que pasó y de lo que volverá a pasar, porque la eternidad nos enternece. No me lo pienso. Decido tomar vuelo, sin dudarlo. Para empezar, huir de esta cultura de la muerte a la de la vida, es más gratificante. Ya se sabe, nace un Niño y todos, por no sé qué razón, también nos volvemos un poco niños, que no ñoños. Me satisface, más que nunca, sentir esa sensación de ver brotar el verso de la vida, desde la soledad del silencio. Ilusoriamente, creo que es uno de tantos, aunque a posteriori me dicen, a través de una vía láctea, que es un Salvador. No se si acertaré a conjugar palabra, pero confieso que me puede el deseo de la comunicación, narrar al mundo lo que allí se viva, contar y cantar la Buena Nueva a este complejo mundo que reiterativamente dice adiós al amor y hola al odio.

Una sensación especial pone en movimiento el corazón y alas en los pies. Sigo la estela de una luz en busca del verso naciente, hago la ruta del reino celestial como un don Quijote por la Castilla ancha e inmensa. Quiero ser el poeta, desvelo de toda mi vida, capaz de injertarme a ese florilegio primaveral por entre las frías paredes del portal anunciador de vida. Allá es donde tengo que arribar. Después de mil andanzas, de saltar cruces y sortear baches, consolar desconsuelos y sostenerme en pie, llego a Belén, porque el amor todo lo puede. Aquí estoy feliz, sin nada más que el horizonte que se me ofrece, acogido por la familia de Nazaret como un peregrino de sueños en el sueño del mundo.

Deseo que esta crónica de noches buenas en las santas noches de la Noche Buena, Navidades y siguientes, llegue al mayor número de lectores, que para eso uno escribe con el tintero del alma y la pluma del coraje. Diré que somos como una piña, que sólo amor empina, y por amor acoge y recoge. No hay puertas, todo está abierto, en el establo de Nazaret. Somos de todas las nacionalidades y mundos, cada uno con su lengua, pero todos con el lenguaje del afecto. Así nos entendemos, con abrazos entre razas y con besos entre versos. La luz tiene un alma, nos hace ver con los ojos cerrados, y oír al silencio recitar flores y rezumar gozos. 

Observo que María y José no se cansan de contemplar al Niño y de vestirlo de aliento. Nos sumamos todos al quehacer de arroparlo. Es nuestro Niño, el de todos, para todos. En un ambiente de inenarrable alegría, a pesar de que entra frío por todas partes, el calor festivo de la esperanza nos puede. Por doquier lugar, leo: “Hoy nos ha nacido un Salvador”. Es un verso que me persigue la mirada. Un aire reaviva mi pensamiento, mientras ensimismado profundizo en el misterio más bello, en el poema más puro, en la poesía resucitadora: En el seno de la Madre ha nacido un Niño, lo hizo en un pesebre, sin otra vestimenta que el amor de los Esposos. Y sin embargo, esta cuna despojada, acuna la inmortalidad de la vida. ¡Qué Natividad más sublime! 

Un aire de caricias, como la flor en la pradera, nos mima y reanima en la intimidad de los abecedarios silvestres del hogar de Nazaret. Toda esa paz luminosa viene de un pesebre, para nada de un tenerlo todo. Creo, tal y como está la atmósfera terrícola, que tenemos necesidad de ese Enmanuel (Dios con nosotros) criado en una sagrada familia, origen de la vida y camino de virtudes. Es la gran enseñanza para estos tiempos de confusión en el amor y de convulsión en la vida de familia. Aquí en Belén, estoy descubriendo en los ojos del Niño Dios y en el corazón de José y María, que Dios ha creado al hombre y a la mujer como seres cultivados, para completarse y complementarse. 

Desde estas tierras de lunas y soles pacificadores, pienso en todos los pequeños del mundo, culpados y condenados a sufrir desde su nacimiento. En Nazaret hay una voz para los sin voz. ¡Salvemos a los niños y a la familia!, es vital para la existencia. Nos lo pide hoy con tesón, en la conciencia de cada uno, el Dios que se hizo Niño, para devolvernos una nueva humanidad en un mundo viejo y vejado, perdido en los vicios e insaciable por el vacío en que se vive, sin vínculos familiares y sin familiares vinculados al verdadero amor, el que todo lo asiste y resiste.