Algo más que palabras

Tiempo de buenos propósitos

Autor: Víctor Corcoba Herrero

 

Por estas fechas, la lista de buenos propósitos, está a la orden del corazón. Quién más, quién menos, se alista a los prósperos deseos y a las venturosas aspiraciones. Ya lo decía, el sermón de mi abuela: ¡qué año nuevo, vida nueva! Era como un ritual, en honor al refranero y sus ilustradas raíces populares. Nos plantaba la frase en medio de la mesa y antes de que repiqueteasen las campanadas de fin de año, que ella misma las daba en una vasija de bronce, cada uno de sus nietos declaraba arrepentimiento, proclamando una letanía de doce provechosas intenciones. Sólo si advertía que la enmienda era de corazón, nos permitía el aplauso de toda la familia, que debía ser en pleno, o sea todos a una, como refrendo a su toque de aprobación dado en un puchero de barro, y si éste no se rompía. Ahora, cuando tan de moda están los cotillones y los festines de alcohol, esos que hoy conllevan tantas muertes en carretera, me acuerdo de aquella hermosa tradición, la de querer cambiar para mejor. 

Desde luego, el mundo sería otro, con otras luces, las de la autenticidad. Y la vida, también sería otra con otra vida, la del respeto a todo ser humano. Es preciso quererse uno antes, para querer a los demás. Fructífero afluente para el amor, puesto que amar la paz es siempre amar la vida. Mientras en los territorios pobres la existencia no vale nada, en los ricos empieza a ponerse de moda la vida y la muerte por encargo. Así, con tantos desajustes y contranaturas, desigualdades y despropósitos, convivir se hace cuesta arriba. De nada sirven los acuerdos de paz, las promesas de cambio, los abrazos y las palmas, sí luego, -como decía mi abuela-, no se acatan las alianzas. Por desgracia, son muchos los pactos que sólo quedan grabados en papel y fotografías. Comprometerse y cumplir lo convenido no está de moda. Como tampoco lo está cuidar el amor y asistir a resistir en sosiego. Los aires no son propicios, todo se pone en duda, bajo el dedo de la muerte. 

En los tiempos actuales, se duda hasta de la propia identidad de cada cual, de los vínculos indisolubles como es el del amor entre hombre y mujer, y en vez de conmovernos la transmisión de la vida, nos mueve el comprar muchas cosas, aunque nos entierren las deudas. A veces pienso en mi abuela, en aquella vocacional maestra de escuela, afanada en obsequiarnos con el árbol genealógico de cada uno de nosotros, pintado por ella misma. Me acuerdo de aquel tronco recio y vivo, siempre pintado en tonos intensos y extensos, con unas raíces versátiles y artísticas, que aportaban la savia del saber, los valores y el sentido de la vida, heredados de su mejor tradición y de la experiencia de los antepasados. 

Dicho lo anterior, se me ocurre, que podríamos empezar el año con el propósito de enraizarnos más a la vida y de profundizar en nuestras propias habitaciones interiores. A veces ni nos reconocemos a nosotros mismos de puertas adentro. Necesitamos explorarnos como marinos en la mar en busca de horizontes, pararse y hacer silencio, para suscitar gestos de paz a través de cultivos más espirituales que corporales, o si se prefiere, más del universo que de la tierra. También resulta saludable volver los ojos a nuestra historia y empaparse de sus lecciones. Precisamente, este año celebramos el Quinto Centenario 1504-2004 de la Reina Isabel la Católica. La magnitud de la obra de esta mujer, su enorme valía como gobernante, la profundidad de su fe y vida cristiana, sus afanes y desvelos por la unión y universalización de los pueblos, merece el mayor de los aplausos. Sin ella no podemos entender nuestras raíces, ni tampoco comprender nuestra tradición cristiana. La Reina católica fue verdadera artífice de la unidad de todos nosotros. Yo creo que hoy, quienes amamos a España, tenemos que seguir apostando por esa unidad desde el derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones, unidas en la solidaridad, para que la armonía prevalezca por encima de todo, frente a la plaga del terrorismo y aquello que la produce. Ella fue pionera de los derechos humanos, cuidadosa de que esos derechos fueran reconocidos.

Aunque el pesimismo parezca que nos invade, soy de los que piensa, que cada día urge más tener una actitud positiva, menos crispada y más de perdón. Quizás si nuestros poderes, el legislativo y ejecutivo, pensasen en hacer una política más de ciudadanos que de partido (la política es servicio incondicional y no servirse del poder para sí), y el judicial, avanzase más en el diseño de instrumentos de cooperación para combatir eficazmente el crimen organizado y para contribuir a intensificar las relaciones entre las personas de todas las culturas y mundos, estoy seguro que mejoraríamos, tanto en calidad humana como en seguridad jurídica. En un mundo tan desencantado y tan atado a los poderosos, se agradecen las dosis de entusiasmo y de ilusión, que casi siempre provienen de los que menos bienes materiales tienen. 

Ciertamente es hora de buenos propósitos, y de proponerse nuevos objetivos que nos acerquen más los unos a los otros. De ninguna manera esa aproximación vendrá fácilmente, cuando un medio tan de masas como es la televisión, realiza programas donde se incita a pelearse los unos con los otros, previo cheque millonario. ¡Qué fácil nos vendemos! Los hombres de pensamiento debieran salir de sus soledades y silencios, de sus lujosas cátedras, pero también los ciudadanos, todos nosotros, estamos obligados a digerir otro tipo de cultivos que nos hagan más compasivos. Necesitamos otra cultura, la que nos meten por los ojos, desde las ventanillas de instituciones públicas o privadas, más que enriquecernos, nos atrofian, en pensamientos únicos y absurdos. Y así, somos incapaces de reflexionar en cómo llegar a convivir en paz. Se ha de buscar, un nuevo humanismo que permita al hombre hallarse a sí mismo, y no como una marioneta de los prepotentes, asumiendo los valores que tan lúcidamente se consagran en la ley de leyes, y que luego, incumplimos totalmente. Es el momento, pues, de los buenos propósitos, el primero de todos, el de cumplir lo prometido. Que lo prometido es deuda, como decía mi abuela. O el mismo Alberti, en los derechos del hombre: “No más, por ti, las nieblas, el espanto. / No más, por ti, la angustia, el duelo, el llanto. / No más, por ti, la sorda y triste guerra.// Sí, por ti, el despertar de la armonía. / Sí, por ti, el sueño humano en pleno día. / La paz, por ti, la paz sobre la tierra///”. Por la paz en paz, el brindis del verso, el más puro beso.