Algo mas que palabras

Socorrer a la humanidad es tarea de todos

Autor: Víctor Corcoba Herrero

           

El mes de diciembre suele ser un tiempo propicio para los grandes festivales solidarios, para la acogida y celebraciones. Es un tiempo como muy humano y hermano. Parece que la atmósfera late de otra forma, más sensible, más corazón, más poética. Y, en consecuencia, también nuestras emociones son más intensas y verdaderas, estimulantes para el goce de la vida. Es bueno olvidar penas, emocionarse y dejarse emocionar; porque, al fin y al cabo, el que más o el que menos, camina sediento de vida. Cada día hay más fuerzas contrarias hacia el ser humano, que ni vive, ni lo dejan vivir. Nadie está seguro en la tierra, sobre todo los más pobres de entre los pobres. Otra injusticia más, por la diferencia. Por eso, aunque sea por un día o por un mes, no me parece mal que los ricos donen algo de su riqueza a los desamparados de las ciudades y pueblos. Sabemos que no es una caridad auténtica, puesto que ésta no es simplemente manifestación de solidaridad humana (con foto pública incluida), es participación total, amor desinteresado, a todas horas y para todos. ¿Cómo se explica, pues, que mientras unos se mueren de hambre otros nadamos en la abundancia? Puede ser una buena reflexión a tener en cuenta en este mes de derroches y reuniones familiares.

Creo que nos faltan emociones sanas, las que pasan por el corazón antes que por el cuerpo, un goce que no lo sustituye estimulante alguno. Andamos escasos de disponibilidades para servir incondicionalmente a los que menos saben y tienen. La esclavitud de los nuevos tiempos es otro tipo de servilismo absurdo, la de estar subordinado al dinero por encima de cualquier otra cosa. Seguramente no necesitamos tanto dinero para comer y vestir. Seguro que mucho menos para llenarnos de objetos inútiles, que luego dormitan en cualquier esquina, ocupándonos un espacio que no tenemos en los pisos actuales. En vez de fomentar una cultura que nos proteja y nos cultive en el amor, se aviva la cultura del lucro, la del intelectual que no aporta idea alguna, ni se moja para aniquilar el rencor, la desconfianza, el odio, la indiferencia social, la impunidad, venganza o resentimiento. Anda más preocupado por figurar, que por ser persona de luces, o lo que es lo mismo, de cátedra viva, que nos avive a la vida.

La humanidad pierde su propio tren, buscando el desarrollo tan sólo en lo económico, olvidando ese otro avance, el humanista; aquel que nos alienta a progresar como personas humanas. El dinero no nos humaniza, más bien todo lo contrario, nos deshumaniza. Todo se soporta, hasta la pérdida de la dignidad humana, para tener más, no para vivir. Para muestra, ahí tenemos los espacios televisivos tan de moda hoy, donde todo se compra y se vende, y donde todo está permitido: vilipendiarse con palabras y obras, matarse con la mirada, odiarse y aborrecerse, pegarse con las manos, fornicarse como animales metidos en una jaula... Todo es posible en este mundo leonero, donde lo material impera sobre lo humano.  Precisamente, si hubiéramos desarrollado una cultura sana y sólida, no estarían ausentes los valores más elementales para poder convivir los unos con los otros. ¿Qué busca el ser humano con ese amor desmedido por el dinero? Sin duda, su propia ruina.

Ciertamente, el ser humano, cada día está más desprotegido. Nadie escucha a nadie. Nadie respeta a nadie. Nadie tolera a nadie. Lo posmoderno es la disolución y el divorcio de relaciones humanas, produciendo personas que no sienten, manejados por una masa acaudalada que le interesa aborregarnos, alejándonos de proyecto culturales vivos, verdaderos y  trascendentes. Para ellos, para los tipos poderosos y dominantes de la tierra, la historia es mentira y los pensadores clásicos, gentes inútiles. La persona es algo más que él mismo; el “yo”, no es nada sin el otro, sin los demás; aunque a los dominantes les resulte más fácil dominar individualidades que comunidades y, así, lo potencien. Para atajar tanto dominio, se me ocurre tan solo uno, crear verdaderos centros de cultura popular, sin ánimo de lucro alguno –insisto en ello-, capaces de discernir lo que es cultura de lo que no es, que no tiene porque ser uniforme y homogénea. Es más, no debe serlo, para crecer unidos en verdad. Téngase en cuenta, volviendo los ojos a la historia, que siempre ha sido saludable discernir para ascender y provocar  encuentros para reencontrarse.

A veces las guerras, las de las familias y del mundo, las de los pueblos y de los estados, comienzan por no haberse oído antes, sacar pecho de poder, y abrir fuego. Una violencia que es difícil atajar, porque las batallas multiplican los males. Por desgracia, ni el hambre en el hombre, ni las guerras con sus injustas garras, son historia de nuestra historia. Están más vivas que nunca. Las noticias debieran ponernos en movimiento para aplacar furias y achicar odios. Resignarse no es la solución. Sin duda, las organizaciones humanitarias, con su gran labor de aliviar los sufrimientos, son los guardianes del ser humano, los ilustres socorristas de la humanidad actual. Ellos sí que tienen ganados todos los honores. Ante ellos, uno se quita el sombrero, y lo que haga falta.

En este sentido, nuestras fuerzas armadas españolas, han dado muestra de tesón y valentía en favor de la vida y de la reconstrucción de países, algunos dejando su propia vida en el combate por la paz en el mundo. Un gesto que merece el mayor de los enaltecimientos, al ser constructores de la concordia y de las alianzas. Su ejemplo ha de servirnos para movilizarnos, cada uno desde su potencialidad, en detener y prevenir la violencia, la intolerancia y extirpar las raíces del terror en un mundo dividido. No hay justicia sin vida como tampoco hay paz sin justicia. Nos conviene, por tanto, sumarnos a la defensa de los derechos humanos, a la batalla por la paz, a la lucha contra la miseria y el racismo, al amor por socorrer a la humanidad de la que también nosotros formamos parte. Todos a una, ¡por la vida del ser humano!