Algo más que palabras

Repelentes políticas excluyentes

Autor: Víctor Corcoba Herrero

 

 

Lo de tirar balones fuera, lavarse las manos, decirse y contradecirse, se les da muy bien a los políticos. Ahora se nos pide, con más descaro que corazón, que dediquemos parte de nuestro sueldo a las ONGs para socorrer, erradicar la pobreza y la exclusión social. La culpa de que los pobres crezcan resulta que es nuestra. El cinismo tiene estos ademanes. Saben que el problema, no es tanto el de suministrar migajas, cuestión que suele avivar más los enjambres de zánganos que el deseo de ponerse manos al trabajo, como el de la realización de políticas serias y posibles, encaminadas a frenar los mecanismos que generan la pobreza en un mundo de ricos que aplasta a los pobres, cada día más contradictorio, fruto de esas repelentes políticas excluyentes, generadoras de una insociable sociabilidad, con la victoria del individualismo por bandera.

Hay pocos signos de esperanza, en los hogares pobres españoles, a pesar de tantos altares bajo la advocación de bienestar social. El día que la Iglesia católica cierre los comedores sociales y las casas de acogida, será para ponerse a temblar. La triste realidad es que muchas personas, todavía carecen de ese mínimo vital para desarrollarse dignamente y realizarse sin complejos, dentro de un sistema productivo, injusto y excluyente más veces de las debidas. Trabajar es realmente esencial, sobre todo para los pobres. Por consiguiente, ha de aguantarse uno con la cruz del penado, con más deberes que derechos, lo que ocasiona el síndrome del quemado, de bajar cabeza y seguir con la carga como los burros. 

Cada día son más las familias que tienen que endeudarse para levantar cabeza. Sumado a lo dicho, está también esa otra pobreza, de igual importancia que la anterior, nacida de la necedad del ilustrísimo que se cree Dios y del espíritu de los imprescindibles, jerarquía sembrada por los falsos dioses, que cierra puertas por soberbia y pone barreras a la promoción en términos de capacidad para ensanchar completamente ese potencial humano que todos llevamos dentro. Así difícilmente podemos ser los arquitectos de nuestra propia vida, en un mundo donde campean a sus anchas los especuladores, que compran hasta carne humana para saciar sus vicios ocultos.

Por mucho que se diga, los hechos están ahí, y nos dicen que las políticas son tan excluyentes como las de ayer. A veces más traumáticas si cabe, porque el engaño mata a traición la luz de la esperanza. Si se tuviese más en cuenta el bien de todos y de cada uno, el de las familias que malviven salpicadas por la miseria, con unos salarios muy bajos y unos condiciones laborables de oír, ver y callar, que esto es lo que hay, seguramente no tendríamos tanta delincuencia en la calle. Dicho lo cual me afirmo y reafirmo que el estado del bienestar no existe porque su semilla, la familia del bienestar, está más podrida que sana, o lo que es lo mismo, más descompuesta que saneada. 

Los gobiernos, poca diferencia hay entre unos y otros, prosiguen centrados en políticas de ricos para ricos. Son incapaces de incluir la voz de los marginados porque sus acciones de limosneo excluyen más que incluyen, y así, es imposible la cohesión, a pesar de tanto cacareo de planes y programas de inclusión. La mayoría se quedan sólo en el papel, en las buenas intenciones, en palabras incumplidas. Lo cierto es que la política de rentas es muy desigual, y la mínima muy mínima, que la política de empleo sigue sin contar con las personas en situación de exclusión social y que la vivienda está verde para muchos ciudadanos. Con estas artes de exclusión, de nulo talante y nada de talento, también poco puede hacer nuestra caridad, si los gobiernos no gobiernan para los que menos tienen, antes que para los que lo tienen todo.