Algo más que palabras

Los muertos abren los ojos a los vivos

Autor: Víctor Corcoba Herrero

 

 

La puerta de entrada al mes de noviembre nos encamina hacia la visita obligada a los cementerios, es como un reencuentro con los caminantes que han llegado al horizonte del verso. Su vida está en la memoria de los vivos. El recuerdo nos llama a los pasos de lo que fue su vida, para bien o para mal, y a beber de los posos dejados tras de sí en el cauce de su existencia. Ya lo decía Quevedo: “Retirado en la paz de estos desiertos, / con pocos pero doctos libros juntos, / vivo en conversación con los difuntos/ y escucho con mis ojos a los muertos”. Este caminar es así, una búsqueda de fondos y una rebusca de pétalos capaces de hacer que la vida merezca la pena ser vivida y amada por su aroma de verdades. Precisamos de la verdad para vivir. Esa es la cuestión.

En doquier hábitat, los difuntos nos abren los ojos a los vivos, tanto a los que viven donde se muere más gente por comer que por ir a la guerra, como en aquellos otras tierras de contiendas perennes y de hambrunas eternas. A veces, coincidirá el lector conmigo, sobre la cercanía que sentimos de personas que han fallecido ya, como si tan sólo hubieran cambiado de residencia, en contraposición a otras vivas, que parecen cadáveres, por su frialdad y manera de ser para con los demás. El mundo del pensamiento, y la voz del pueblo mismo, están poblados de citas que encintan a interrogarse sobre el camino y el caminar.

Hoy, cuando todas las culturas pueden conciliar sueños y abrazarse, resulta preocupante tanta muerte servida en bandeja. Los fanáticos del crimen, aquellos que amortajan con la ametralladora destructiva la savia que no les pertenece, nada les conmueve. Lo de barrerlo todo y rebanar jardines es su afán y desvelo. Eso de robar la costumbre de vivir y de vendimiar los soles de la paz, se ha puesto de moda y de qué modo. Pánico produce describir el diluvio de estragos, presenciar los tragos de víboras tragándose el árbol de la vida, y ver que el desamor está presente en el diario de todos los amaneceres. La siembra de venganzas y furias, asesinatos a sangre fría, acciones suicidas y demás cruces a la supervivencia, es para derrumbarse y caer en el desespero, puesto que más triste que la propia muerte es la manera de segar vidas, sesgar ilusiones y la forma de morir. 

Algunos creadores artísticos, en vez de mostrar la verdad de la bondad de la belleza, se refugian en lo abstracto y virtual, en el vacío de no comunicar nada, si acaso en el mal gusto y en los altaneros gestos, a la par que otras personas de ciencia proponen la creación de un superhombre. Ruda forma de crear y de creer. La realidad está ahí, en ocasiones, con más sombras que luces y con más retrocesos que avances, aunque se nos venden los ojos y se nos venda lo contrario. Fruto de esa desesperanza, están otros escapes mezquinos, como vuelta a la superstición y a las sectas esotéricas. ¿Por qué, entonces, abandonar el verdadero cauce de gozos que es el amor? ¿Por qué no reconocer los aromas de la verdad y el asombro de la hermosura? ¿Por qué el arte y la ciencia se olvidan del soplo del alma y lo suplen con inútiles materias?

El sufrimiento está ahí y prosigue el calvario con sus andanzas de crueldad. Nos duele el cuerpo y también el alma. Nadie es capaz de atajarlo. La entrada en los campos santos puede ser un ejercicio saludable para la meditación y una vuelta a la conciencia de reconocerse y hallarse. Nuestros antepasados pueden ayudarnos a vernos por dentro. San Agustín así lo versó: Aquellos que nos han dejado/ no están ausentes, / sino invisibles. / Tienen sus ojos/ llenos de gloria, / fijos en los nuestros, /llenos de lágrimas”.

Entiendo, pues, que es bueno abrir los ojos del corazón y cerrar los ventanales que nos apropian como muñecos, sin encerrarse en uno mismo. El cuerpo nos pide un presente repleto de bonanzas, pero el alma que tanto recluimos a la prisión de la indiferencia, nos solicita un futuro hacia la vida para proyectarnos a horizontes que nos llenen los bolsillos de alegría. Andamos más tristes que la tristeza al igual que trastos en la trastera. Por ello, esas rosas que llevamos a las tumbas y esos poemas que silenciamos delante de los mausoleos, tienen suma importancia en la medida en que nos hace pensar en la vida. Antonio Machado, como buen poeta visionario, nos recomendó el aseo para el momento de la muerte, cuando uno comprende la nada de todas las cosas materiales: “Hay que llegar al final desnudo como los hijos de la mar”. 

Es cierto. De vez en cuando, como una ola sorpresiva, llega la muerte. Nos desciende las alas y nos enciende el aire de navegar hacia otros universos, más de la poesía que del poder terrícola. Adiós planes y propósitos. Ingresamos en la puerta de la eternidad. Parece un capricho lo de perecer así. Sin embargo, a pesar de los pesares pasados, pienso que es de sabios aquel que sueña despierto, mira al cielo con júbilo, se entretiene a contar estrellas para su cuenta cuentos, y entona, con el tenor del silencio y el trino transparente de la luna cuando besa la noche, la fogata celeste de celestial pureza: ¡Vive la vida, aunque el morir nos espere! Lo de volverse niño tiene su miga. Póngale una corteza de dulzura y viva. Se lo aconsejo a todo concejo y conciudadano viviente.