Algo más que palabras

Los dioses del éxito

Autor: Víctor Corcoba Herrero

 

De un tiempo a esta parte, me preocupa la ordinariez de los dioses del éxito. Nos creemos el ombligo del mundo, las personas más maravillosas y el árbol más frondoso, en una arboleda más desacertada que acertada. Considero que es uno de los grandes absurdos actuales, intentar hacer de la vida una victoria, con los espolones de un gallo de pelea, sin importar el brote de víctimas que se crucen en el camino. Hacer de las victorias un trajín de superioridades, empequeñece y atrofia. Queremos triunfar, algunas veces sin merecerlo, para escalar posesiones. La selva de trepas es para temerle. El afán posesivo es su enfermedad. Les afana el logro de alcanzar muchas cosas, aunque para ello tengan que tragar con ruedas de molino, sapos como castillos. Les puede la hambruna de bienes, epidemia que acrecienta el mercado de vidas humanas, siendo la nueva esclavitud que nos ronda y rueda. Bajo este panorama desolador, la tortura llega antes que la felicidad, porque en realidad el goce no está en tenerlo todo o en hacer siempre lo que se quiere, sino en querer siempre lo que se hace o en tener lo necesario. 

Los éxitos actuales encierran pocos aciertos, más bien un montón de desaciertos, calvarios, salidas de tono y entradas de soberbios y violentos al campo de los días, que prosperan sin importarles los que fracasan por causa de sus formas, de su manera de jugar sucio, sin escrúpulo alguno, con una cara impresionante y un corazón de cemento. Sus atropellos y tropelías, están a la orden de día, instigan batallas con tal de llevarse loncha. Las moñas de dominios son malos hábitos. Ahí tienen esas mayorías absolutas en política, donde prolifera la notoriedad para el personal del partido de turno, en vez del interés por el bien social de toda la ciudadanía, sea del bando que sea. En ocasiones, los dimes y diretes son de una rudeza tan animal que roza lo irracional. Más de un político es tan burro que merecería volver a la escuela y doctorarse en ser más humano y caballero. Lo de señor ha perdido su verdadero significado.

Por contra, se han olvidado otros éxitos, como el de la honradez, la laboriosidad, la prudencia o la entrega incondicional de servicio a los demás. Tanto las universidades como las instituciones culturales, o los propios servidores de lo público, creo que tienen más que nunca la gran responsabilidad de formar el pensamiento y la cultura por medio de la llamada incesante a la búsqueda de lo verdadero. Ya me dirán el ejemplo que dan esos políticos que se acusan de mentirosos unos y otros, que hablan por hablar o que por llevar la contraria dicen que los asnos vuelan. Desde luego, para tener éxito hoy sobra el talento, sólo hace falta echarle cinismo, descaro, desvergüenza, desfachatez, y tantos otros aditamentos de frescura, clima que resulta desgarradamente bochornoso. Los enganchados a la aureola del cuento como forma de vida, reavivan como cucarachas, un ciento hace mil a la noche siguiente. Por ello, pienso que ha llegado el tiempo de la acción, del entusiasmo, para hacer que la verdad impregne el mayor de los éxitos que está por conseguir, el de la autenticidad perdida, el de la belleza olvidada o el del ingenio relegado.

A pesar de tantos lavados triunfales, o conquistas ganadas, la sociedad se ha vuelto más irrespirable que nunca. Aquí, entre tanto vividor cuyo éxito se supedita a poseer a don dinero como compañero de viaje, la zancadilla se comete con más frecuencia que en un campo de fútbol. En consecuencia, sólo hay que mirar para ver, que al paso que la legión de fracasados aumenta, el peso de torpezas diluvia. Lo que no entiendo es que los éxitos verdaderos, los ganados a pulso, con tesón y sin trampas, pasen desapercibidos. Es el caso de esos héroes anónimos que gastan su tiempo en ayudar a los que nada tienen. O la de aquellos, que hacen de sus vacaciones, un tiempo de solidaridad hacia los que nadie les tiende una mano. Esos si que han ganado, para sí y para todos, el mayor de los laureles, la satisfacción de arrimar el hombro, para que el mundo cambie a mejor. 

El afán de superación, tanto en humanidad como en tolerancia, es lo que debiera potenciarse. Aprovechando la ocasión que nos depara el turismo, bien pudiéramos reparar entuertos, para entenderse y comprenderse en la diferencia. Por desgracia, tampoco podemos hablar de una sociedad de conquistas, porque realmente la pobreza sigue presente en cualquier esquina. Esos dioses del éxito, que tanto nos deslumbran, apenas valen nada. Prefiero la compañía de los marginados que se concentran en núcleos urbanos principalmente, aunque tengan mala prensa. Suelen tener mejor corazón que los triunfadores, salvo aquellos enganchados a vicios y drogas, que ya no son ellos, para dolor de todos. 

Desde luego, nos hacen falta otros éxitos, que nos dejen ver los horizontes claros. Ahora confundimos la uniformidad con la diversidad y bautizamos el éxito con el símil del dinero. Lo refrenda el dicho: todo lo que no produce, nada interesa. Cautiva ser un dios que todo lo sabe y maneja, cuando la duda lleva al examen y el examen a la verdad. Claro, luego pasa lo que pasa, que raramente el éxito tiene correspondencia con el mérito. Así el ambiente, tan creído como cretino y tan altanero como borrego, descontrola a cualquiera. Se hace necesario, pues, que cada servidor pueda medir sus propias energías, que no se las midan, porque ha de hallarse en su identidad. Olvidamos que el equilibrio interior es la mayor de las ganancias, que lo gana cada cual con sus cada cuales, y que es un éxito de amor seguro, porque quererse uno mismo es lo primero, para querer a los demás.