Algo más que palabras

Lenguas relegadas

Autor: Víctor Corcoba Herrero

            Se dice que el habla es lo mejor y también lo peor que poseemos. Nuestro refranero así lo sentencia: La lengua no tiene hueso, pero corta lo más grueso. Lo que viene a decir, que las palabras pueden ser tan hirientes como el mejor cuchillo. Ciertamente, una vez sembradas, tanto por el mar del aire como por el cielo del papel, a través de sus variados canales, toman vida propia al igual que una planta. Una existencia que radiografía nuestra manera de pensar y decir, de ser y actuar. Son latidos que forman parte de nosotros.  Por eso, estimo vital, proteger y cuidar el aroma de los distintos lenguajes, sus tonos y timbres, las locuciones y jergas, los idiomas  y semblantes, el habla y los dialectos,  los dejes y los dichos. Es una forma de comprender otros abecedarios, otras formas de sentir, para en el fondo entenderse.  

Ya se sabe que la palabra nos distingue y diferencia. La idioma de cada cual nos revela estilos variados, estremecimientos diversos y sensaciones distintas. Por desgracia, estudios recientes nos alertan sobre el ocaso de algunos lenguajes. Dicen que más del sesenta por ciento de los idiomas hablados en todo el mundo corren peligro de desaparecer. Ante la funesta situación, pienso que al igual que se salvaguarda el patrimonio histórico, también debiéramos amparar las tradicionales formas de comunicación humana. Somos pura expresión. A sabiendas de que toda lengua es un mar, en la cual viven olas y alas, horizontes y universos, los labios del que habla, convendría poner a salvo las sílabas del pensamiento injertadas en las lenguas maternas.  

Habría que impulsar sistemas de educación multilingües, sobre todo la de aquellos lenguajes que tienden a desaparecer, para no perder identidades que nos enraízan. A partir del momento en que se cultiva la palabra, brota el temple humano, en un mundo que es de todos. Ninguna voz debe excluirse. Cada día es más creciente el cauce migratorio, lo que conlleva el germen de una sociedad plural, que nos exige poner el acento en las semejanzas,  sin negar las diferencias, entre las que suele estar el idioma. Quizás no sea tan saludable para la vida en convivencia, adaptarse a todo, a la lengua predominante en la que uno vive, perdiendo así importancia las jergas en la que uno fue creciendo. Abrir el árbol genealógico de los lenguajes, lenguas y hablas, nos enriquece. Estoy convencido de ello. Por el contrario, poner límites al mundo, acotando lenguajes, es como achicarse y empobrecerse. Téngase presente –diría el poeta- que todas las voces son como la lluvia, que a fuerza de empapar, acaban  haciendo germinar a la rosa.  

Coincido con los lingüistas que sostienen la idea de que hay que hablar tres lenguas: una materna, otra de vecindad y una internacional. Cuántas más mejor. Todos los signos y señales contribuyen a la edificación de un mundo mejor cultivado, y por ende, más humano. Todas las semánticas, fonologías, morfologías y sintaxis ayudan a conocerse. Si orador es aquel que dice lo que piensa y siente lo que dice, hace falta una legión de ellos para que la comprensión nos alcance. Muchas guerras surgen por desavenencias absurdas y desatinos en la conjugación de verbos y adjetivos sustantivados. A los hechos me remito. Cada día se hace más extensivo el dicho de que para algunas personas, hablar y ofender es lo mismo. Sus palabras levantan muros que matan tanto como las bombas.  

Volvamos a esas lenguas maternas, aquellas que como el sol iluminan sin cesar, por muy minoritarias que sean, deben fomentarse y tenerse en cuenta, para que la transición entre los distintos medios (el educativo y el natural, por ejemplo) deje de ser algo traumático, y confluya al acceso de todos los saberes. Sin duda, se debería propiciar el uso de las lenguas madre en la educación desde la edad más temprana, esa que nace con el primer sollozo del corazón humano. En este sentido, también las últimas investigaciones demuestran claramente que la enseñanza simultánea en la lengua oficial del país y la lengua materna de los niños, contribuye a la obtención de mejores resultados escolares y estimula su desarrollo cognitivo y su capacidad de aprendizaje.  

Las otras lenguas, las de vecindad y mundología, son igualmente necesarias para hermanarse. Todo ciudadano, que se precie de serlo del mundo, ha de profundizar en las máximas posibles. Integrarse en las lenguas, humaniza. Los que laboran lenguajes en los distintos géneros literarios o artísticos, o el pueblo mismo que crece en diálogos, harán bien en avivar expresiones que nos renazcan y nos renueven. El mundo ha de recoger, integrar todas las esencias íntimas de la comunicación, los jugos y sabores de todos los tiempos y mundos, las virtudes y bondades de las gentes con sus gestos, para que nadie se encuentre en el destierro. Si del corazón a la vida van las palabras, que ninguna quede en el camino, sin camino. La hospitalidad nos impulsa a salir al encuentro del otro para acogerle y respetarle, incluida su cultura y forma de vida. Por nuestra parte, hemos de ofrecerle lo que somos y tenemos. Lo importante de todos los lenguajes, al fin y al cabo, radica en la coherencia entre lo que sienten los labios del alma y lo que escribe la mirada.