Algo más que palabras

La universalidad del Papa

Autor: Víctor Corcoba Herrero

 

Se afana y se desvela, Juan Pablo II, en viajar de aquí para allá. Nadie le para. Ni los años le pueden. Es un viajero incansable que propicia el encuentro con las distintas y distantes culturas. Su universalidad es un verso que emociona y un mar que sosiega. La cotidiana imagen de verle celebrando la eucaristía en grandes recintos, bajo la multitud de miradas, unas veces en silencio y otras bajo la explosión de cánticos celestiales, aparte de que se haya convertido en una de las más características de su pontificado, es un signo que estremece y llama. Lo dice en la última encíclica: la Eucaristía edifica la comunidad. Por tanto, la misa, digamos, que es el pulso de su aire viajero por el mundo, por muy lejano que esté de Roma. 

Esta paloma blanca que sonríe y es feliz con la juventud, es un joven que ha vivido y vive escuchando, enraizándose a la cultura de la gente, llevando la esperanza con su voz pausada, rítmica en ocasiones, siempre evangelizadora y evangélica, a pueblos que no tienen esperanza alguna, porque hasta la vida no tiene valor alguno. Pues allí está el Papa, como una encendida estrella a la que todo el mundo quiere tocar y sentir. A su paso, la cara de las gentes parece cambiar y el mundo se manifiesta como una familia hermanada y bien avenida.  

Ante todo, siempre tiene en los labios, el “sí a la vida”. Respetar la vida y las vidas, es su poema continuo, un cauce cristalino que hemos de proteger. Todo empieza aquí, en el manantial de la luz, el más fundamental de los derechos humanos es ciertamente el derecho a vivir y a que le dejen vivir. Rompen el verso de la vida, el aborto, la eutanasia o la clonación humana, y lo hacen trizas, porque un corazón que deja de latir por encargo, deja de ser poesía y rompe el alma del poema. Y sin poemas que sientan, no hay corazón que viva, sólo objetos que se mueven. También la guerra misma atenta contra la vida humana, y el Papa, así lo ha refrendado, pues conlleva el sufrimiento y la muerte. “¡La lucha por la paz es siempre una lucha por la vida!” –ha escrito. 

No menos insistentemente, el Papa, suele hablar del respeto al Derecho, para que la vida en sociedad sea más social y solidaria. Los acuerdos se acuerdan para cumplirlos. ¡El mundo sería totalmente diferente si se comenzaran a aplicar sinceramente los pactos firmados! En un mundo tecnificado, y por ende, de fácil comunicación, no se puede permanecer impasible ante las condiciones de vida, que hoy por hoy, son escandalosamente desiguales. También en nuestras ciudades y pueblos, se dan esos desajustes. Nos satisface, por ello, que muchos alcaldes que han sido elegidos recientemente, propongan concejalías que lleven por nombre, el de la familia. Porque una familia disgregada es también un mundo disgregado. Un joven sin trabajo, una persona minusválida marginada, personas ancianas abandonadas, países atenazados por el hambre y la miseria, hacen que demasiado a menudo el hombre desespere y sucumba ante la tentación de encerrarse en sí mismo o ceda a la violencia. 

Como tantas veces nos recuerda Juan Pablo II, hemos de decir, ¡no a la muerte!. O lo que es lo mismo, no a todo lo que atenta a la incomparable dignidad de cada ser humano, comenzando por la de los niños por nacer hasta las personas mayores, que tienen ganada la cátedra de la vida, y a veces se le margina al rincón de la indeferencia. No a todo lo que destruye el sentido del esfuerzo, el respeto de sí mismo y del otro, el sentido del servicio. No al egoísmo que tanto nos ronda y nos rueda. Esto es, a todo lo que induce al hombre a refugiarse en el círculo de una clase social privilegiada, llena de privilegios absurdos y sin sentido, o en una comodidad cultural que excluye a los demás, usurpándole tácitamente los derechos. Resulta inmoral el modo de vida de quienes gozan del bienestar, mientras otras personas, apenas tienen para comer. ¿Cómo no pensar, por ejemplo, en esos inmigrantes a los que apenas se les ayuda?. 

El hombre moderno, es cierto, ha conseguido muchos avances. Pero hay uno, que Juan Pablo II, lo ha catalogado como una derrota de la humanidad. Es la guerra. Y ha dicho: ¡“No a la guerra”!. Y ha propugnado, el diálogo leal, la solidaridad entre los Estados, el ejercicio tan noble de la diplomacia, como los medios dignos del hombre y las naciones para solucionar sus contiendas. Un mensaje incesante que Juan Pablo II ha llevado por todo el mundo, en sus cien viajes internacionales, que suponen un recorrido tres veces la distancia entre la tierra y la luna. ¡Qué santo más grande!.