Algo más que palabras

El afrodisíaco poder por poder

Autor: Víctor Corcoba Herrero

           

Cada día son más, en este poderoso mundo de ricos, donde el caudal de avaricia gana al de generosidad, los que pasan de ver a su alrededor  y de mirar compasivamente la multitud de personas que han tomado la calle como almohada, porque no tienen otra lugar donde reposar el corazón. La vida nos revela que muchos de ellos, aparte de jóvenes, poseen título universitario. Esto es más grave de lo que parece. Nos descubre que las facultades y escuelas universitarias, tampoco preparan para la vida. En la mayoría de los casos, sólo sirven como expedidoras de títulos académicos, un papel más o menos solemne, sin sentido alguno. Pocas puertas suele abrir el honorable documento. Puro fracaso. Así la institución universitaria, aunque nos la vendan como un instrumento eficaz de transformación social, está más adormecida que viva, anclada en el pasado, sin estímulo alguno para hacer realidad un auténtico progreso social que haga posible una realización más plena de la dignidad humana. Ya me dirán cuál es el avance, sino posibilita una preparación para el empleo, ni tampoco reconoce algo tan formativo para el espíritu como las enseñanzas artísticas.

 

Luego están los itinerantes, venidos de otras tierras, que van de acá para allá en busca de una migajas. Lo hacen con desvelo. Limpian coches en plena vía, los aparcan, acuden a trabajos de temporada que nadie quiere, hacen lo imposible con tal de quedarse en esta jaula de leones. Otros, quizás agotados de tanto llamar a las puertas del alma, sin obtener respuesta alguna, sólo les queda esperar y ver pasar la muerte, la suya, delante de sus propios ojos. Adormecidos sobre el asfalto, cobijados en un portal o debajo de un puente, franquean el tiempo como pueden. No piden por vicio, lo hacen por necesidad. Tienen todas las desgracias consigo. Pienso que la mayor de todas ellas, es nuestra indiferencia. Muy pocos les hablan y mucho menos se interesan por ayudarles a solventar el problema. A lo sumo, para calmar la conciencia, se les deja caer unas monedas. Como si fuesen de otro mundo, de otra galaxia, volvemos la vista hacia el otro lado. Así no se integra nada, ni nadie,  por abundantes leyes que se dicten y por numerosos bandos que se publiquen.

 

Ante tantos poderes viciados lo único que se consigue es que la sociedad se incremente de marginados, considerados por la gente bien, como desechos humanos. No importa que tengan corazón, que sientan y sufran como nosotros, los desterramos a polígonos marginales, a chabolas de periferias urbanas. A veces tratamos mejor a un animal que a una persona. Somos así de animales. En menos que canta un gallo los metemos en la cárcel y pedimos que se pudran en ella. ¿Eso es reinsertar? Las prisiones se masifican, están desbordadas, cuestan un dineral, y para nada educan. Sus vidas son más de lo mismo, las inutilizamos, las declaramos inhabilitadas y las exponemos a un juicio cruel: el que la haga que la pague. Sin preguntarnos nada más. ¡A la cárcel por orden! Una vez allí dentro, lo prioritario es la seguridad antes que el trato personal, el cumplimiento de la pena por encima del proceso de maduración personal. Algunas prisiones reúnen condiciones de espacio, otras en absoluto. Los patios parecen un desguace de vidas humanas. A todas les falta interés para fomentar un tratamiento personalizado de los reclusos, mediante talleres productivos, trabajos especiales, o mayor posibilidad de cursar estudios para elevar su nivel cultural.

 

Si el mundo es un caos, creciente de inseguridades y de luchas intestinas,  porque sus mandatarios, mangonean a su altivo capricho antes que someterse a dejarse la vida en el servicio, bajo miradas sucias y manos de señorito, también nuestro entorno más próximo cuenta con la misma epidemia. Como muestra, el desgajado racimo de nacionalidades y regiones. Un continuo desbarajuste,  por la incapacidad de tantos cerebros mediocres que nos gobiernan, donde siempre pierde el mismo, las familias más humildes. Se equivoca profundamente aquel político, que bajo los efectos del afrodisíaco poder, domina por la fuerza del decreto, antes que por el pacto del diálogo y la ejemplaridad de sus acciones. Ningún poder de estado es modelo de nada, mientras exista un sólo pobre en cada esquina, sobre todo aquellos que viven en el mundo de la abundancia.

 

Considero, además, que hay poderes excesivos conquistados maliciosamente. Aquí todos mandan pero nadie obedece. Tampoco se pide responsabilidad a sus responsables. La autoridad suele, además, cerrar por vacaciones. En vista de los visto, añado algunas muestras vividas (o sufridas). Podemos tener las mejores señales de tráfico, pero nos las saltamos todas; los mejores reglamentos de protección medioambiental, aunque todo lo contaminemos; los campos más prósperos, las aguas más caudalosas y cristalinas, los mares más soleados, las ciudades y pueblos más históricos, si a renglón seguido el abandono es total y los servicios son tercermundistas. La única forma de retar poderes mezquinos es mediante el saber; pero, claro, ya se han encargado de cargarse el conocimiento esas fuerzas derrochadoras que quieren pensar hasta por nosotros. Les pondría a recitar mil veces mil, la siguiente penitencia: “Seis honrados servidores/ me enseñaron cuanto sé; / sus nombres son cómo, cuándo, / dónde, qué, quién y por qué”.

 

Para colmo de males, hay que encomendarse a todos los auxilios y protecciones, para no caer enfermo durante los meses de verano. La sanidad no funciona y los hospitales se quedan chicos, soportando sudores y sudarios, clemencias y compasiones. Por contra, la legión de dominadores, casi siempre resguardados a la sombra de la marca de algún partido político, dirá que exagero, que todo marcha bien, que esto es un paraíso. Yo también estoy seguro que para algunos sí; para los que se amarran al sillón y olvidan que el poder es la más completa de las servidumbres. Uno puede vivir del cuento pero compartir el cuento, apoyarse en el poder del puesto, pero no para servirse y estar sentado viéndolas pasar. Ya lo dijo Michel E. de Montaigne: Por muy alto que sea el trono, siempre está usted sentado sobre el culo. A lo que añade servidor: se olvidan los poderosos que nada es eterno y que tampoco nadie lo puede poder todo.