Algo más que palabras

Cultivar el verano

Autor: Víctor Corcoba Herrero

           

Es bueno emplear el verano en cambiar de aires. Al fin, ha llegado el estío, con toda su lección de bondades y biblioteca de holganzas. Ya me gustaría que esa necesaria cultura, la del descanso, fuese disfrute para todos. Es un tiempo, el del verano, tan higiénico como curativo. Hacer un alto en el camino, detenerse ante las frenéticas idas y venidas, vueltas y revueltas, pararse y ampararse en uno mismo, verse y revivirse por dentro, llenarse y colmarse de tiempo para sí, ayuda a vivir y convivir. Para no aburrirse, una receta barata, es ocupar el ocio en divertimentos literarios, en vez de emborracharnos de consumiciones banales que nos destruyen el pensamiento. Además de enviciarnos en vicios, encandilarnos los ojos con sueños imposibles, hasta adueñarse de nosotros como amos. La conocida televasura es un vivo ejemplo. Sin embargo, la literatura, esa musa olvidada para desgracia del mundo y del hombre, se ha dicho, es el “arte bello” que utiliza como instrumento la palabra, tan necesaria para tolerarse y crecerse, tanto en salud mental como en cívica.  

            En cultura andamos peor que con el euro, no llegamos a ningún sitio. A pesar de tantas ventanillas, de inútiles zánganos, puesto que una cultura que no cultiva a todos los ciudadanos, capaz de posibilitar sólo el acceso y disfrute a unos pocos, para nada sirve.  Considero una gran confusión potenciar este tipo de festines, como esos “magnos acontecimientos”, donde se lucen unos pocos, a veces los menos cultivados, a los que van distinguidos figurines que se renombran intelectuales. Actos que nos valen un riñón y parte del otro, y cuya relación entre inversión y rentabilidad social, es sumamente escasa.  Para mí que habrá que mirar de nuevo en la línea de lo que fueron los cines de verano, los teatros de plaza, los circos de barrio, los juglares de pueblo, las tertulias de terraza, las universidades populares, los creadores a pie de calle y el pueblo alrededor. También los medios de comunicación, a mi juicio, debieran prestar más atención a este tipo de encuentros populares, que aunque pocos algunos hay, antes que a inventos grandilocuentes, importados y frívolos. Los actos hechos por el pueblo y para el pueblo, a los que acuden todos los vecinos y convecinos, apenas cuentan con la difusión debida.  

            Toda esta serie de factores provoca un desinterés ciudadano y un regocijo de poderes, porque ya no hay pensadores que ejerzan la conciencia crítica. Hay vividores que lo tragan todo, a cambio de unos euros, una comilona, o un viaje. Consecuencia de todo ello, es la pasividad total, ausencia de debates, creciente insensibilidad por las raíces culturales, falta de ideas y de valores. Pienso que, para que el flujo de ideas retorne al verdadero cultivo de la autenticidad, de la belleza y del ingenio; se precisa volver a la genialidad de las palabras que tan hondo cultivaron creadores del lenguaje. Lo ha dicho el actor Héctor Alterio, “no estamos librando una batalla con metralletas, ni estamos diciendo los malos al paredón y los buenos a trabajar al campo, no, tenemos la palabra y lo único que podemos hacer con ella es alertar”. Los avisos del teatro, como otro arte cualquiera, cuando nace de la verdad, levantan la mente a generosas aspiraciones, complace la mirada y el horizonte del verso se empapa en el alma. La poesía siempre nos aviva como el amor siempre nos resucita.  

            Ciertamente, la literatura, nos pone en guardia y nos universaliza. Sólo nos damos cuenta del valor de las palabras cuando bebemos un buen libro, escuchamos una verdadera voz o nos adentramos en el abecedario del color. La lengua es lo más níveo para entenderse. Somos expresión pura. Que se lo digan al beso. La vida, vivida así, en el ocio y no en la ociosidad, en el trabajo y no en la esclavitud, es un viaje de pensamientos, una peregrinación con sentido, un caminar gozoso. De lo contrario, consumir el tiempo sin libertades, sin percatarnos del entorno en el que vivimos, es un absurdo que no vale la pena perder un minuto bajo su sombra.  

            Si la lectura es a la razón lo que el verano a las acampadas, tiempo de encuentros y alivios, propongo un suma y sigue. Tomarse una ración de libros (antorcha del pensamiento/ y manantial de amor), beberse un racimo de paseos, (los andares en la juventud son una parte de la educación y en la vejez una parte de la experiencia) y embobarse de miradas al cielo. Será un cultivo inolvidable. Ganaremos capital moral, que es lo que hace a una persona buena como ser humano, y perderemos caudal de intereses individualistas, centrado en la adquisición de cosas, sobre todo en ladrillo que es donde más se puede especular. Hoy por hoy, nada importa la zancadilla al contrario, ni subyugarnos al yugo del servilismo, con tal de aumentar activos mercantiles antes que activos de corazón. Qué gran torpeza.  

Con este panorama de negocios, cautivarse de la belleza suena a rancio, es agua pasada que no mueve molino. Y así, las nuevas generaciones, por más que nos vendan que les entusiasma el arte y las letras, les importa un rábano. Claro, siguiendo los gustos y los gestos de sus clientes, tampoco las agencias de turismo ofertan viajes culturales, sino placenteros, aunque sean de lo más cansinos por la aglomeración de físicos, llevados de acá para allá como borregos. Es cierto que, a veces el cuerpo, o el alma más que el cuerpo, nos piden otras soledades y otros silencios, pero fieles al refranero español, hacemos lo de Vicente, vamos donde va toda la gente. Seguramente, si prestásemos más atención en oírnos por dentro, acaso buscaríamos cielos más claros, donde cargar pilas. La imposición de costumbres, como de leyes, más que ponernos a salvo, nos meten en la selva del codo con codo, sombrilla con sombrilla, enjambre con enjambre. En cualquier caso, siempre hay una salve que cantar: mientras vivas, vive; pero respeta, para que te respeten.