Algo más que palabras

Carta de amor para desamores a la carta

Autor: Víctor Corcoba Herrero

 

 

Bajo el paraguas de San Valentín se me ocurre enviar una carta de amor, no contra nadie, sino a favor de todos, porque el desamor nos nace en cualquier momento. Eso de que “no hagas a los demás lo que no quieras que te hagan a ti”, es la mejor ley de vida y la mayor enseñanza a transmitir. Para ello hay que comprometerse, y hasta prometerse así mismo, de que la violencia y el terrorismo son incompatibles con el auténtico espíritu de la ternura. Hay que desarraigar odios encartados y tomar pétalos de arraigo para echar raíces en el verdadero éxtasis del desprendimiento. Precisamos cartas de amor que nos hagan sentir saciados por dentro. La calle, en la que todos pasamos horas de idas y venidas, vueltas y revueltas, ha dejado de educar a la gente en el respeto y en la estima entre personas de lo más variopintas, de diferentes grupos étnicos, culturas y religiones. Así es muy difícil, diríamos que es un amor imposible, lo de promover el tan cacareado culto a la cultura del diálogo para que crezca la comprensión y la confianza recíproca.  

            La tormenta de desamores, tácitamente impresos en los labios de algunos individuos, ocasiona un verdadero tormento al amor y la vida. La crecida de incitaciones al odio contra las personas basándose en argumentos de raza, sexo, religión, opinión o cualquier otra condición o circunstancia personal o social,  nos dejan sin aliento, tan impacientes como leones enjaulados. Bajo esta atmósfera repelente, aluvión de salvajadas y salvajismos, el desprecio tensa convivencias. Algo tremendo. Por consiguiente, en vez de ganar alma el mundo, latido deseable para el bien; el mundo se arma, se mueve en la intranquilidad para dolor de todos. No se puede permitir que la burla se sirva en bandeja, puesto que todo humano tiene derecho a vivir, según la propia identidad cultural. Tampoco cabe resignarse a la violencia y al mal, porque los muros del desamor se vienen abajo con el injerto del amor paciente y buenas dosis del amar perdonando.  

            También nos hace falta el amor para que se desvanezcan las tensiones maritales, el alto riesgo de separación y divorcio, la infidelidad y tantos otros desórdenes potenciados por el mordaz avance de la pornografía y la corrosiva cultura mercantilista. El matrimonio y la familia, están amenazados por desamores y desafectos propiciados por intereses brutalmente erotizados en la bestialidad. Claro está, el amor no es ninguna compraventa. El eco de la historia nos lo apunta. Nada es más saludable para la convivencia que la estabilidad de la vida familiar. Pasar de esa seguridad de quietud, no tenerle consideración a la familia, genera una sociedad en declive moral y una civilización desequilibrada. Uno está en el amor, -dijo Dulcinea del verso encantado-,  cuando piensa en los demás antes que en sí. Todo lo contrario a esas contaminadas actitudes de complacencia que esconden lucros. Como si la pasión fuese tan solo una ganga de sensualidad y el cariño un negocio de provechos y utilidades.  

            Por desgracia el desamor avanza. Y de qué manera, desde todos los frentes y para todos los horizontes. No existe el amor de los pudientes frente a los países dependientes. Se habla mucho, pero se hace poco, por mejorar las condiciones del comercio, duplicar la ayuda al desarrollo y potenciar la condonación de la deuda. Tampoco existe el amor a la hora de producir seres humanos clónicos a los que, además, no se les dejará nacer, sino que se les quitará la vida utilizándolos como material de ensayo científico a la búsqueda de posibles terapias futuras. No hay amor en los pueblos que se muestran insolidarios con su propia nación. Ni en las gentes, porque es menester dejar bien claro que la solidaridad es una actitud ciudadana, personal y permanente, de amor y concordia a los demás, de disposición activa para la ayuda. Hemos perdido el amor de tanto viciarlo y, a cambio, hemos hallado desamor por afilar venganzas.  

            El desbordamiento de desamores que se sufren a diario, al borde del amor, que te los dan a la carta y en tus propias narices, tiene bemoles altaneros. Por eso, servidor propone reclamar el amor que nos pertenece por haber nacido y poder vivir de amor sin que te rajen el verso del alma. Derecho de vida. Educar para el amor, hoy en día, es una necesidad ante una cultura que banaliza lo que es donación, que hace chistes de mal gusto y peor gesto, sobre el amor que lleva al hombre a Dios, cuando fue el amor quien hizo a Dios hombre y al hombre Dios. Reivindico el amor como única cura para todos los males. Y en ello, debemos emplearnos a fondo. Lo elevó al altar de lo deseable, Rabindranath Tagore, cuando expresó tan níveo poema con esta dicción: “El hombre en su esencia no debe ser esclavo, ni de si mismo ni de los otros, sino un amante. Su único fin está en el amor”.  

            Si el amor es el motor que nos crea (y recrea), la única fuerza y la única verdad que hay en esta vida, convendría ponerlo a salvo y luchar por él, a sabiendas que donde existe y gobierna sobran las leyes. Caminar sin amor por la vida es como ir a la deriva, como dar un paso sin saber dónde, como mirar al cielo tapándose los ojos. Su lenguaje es universal, todos lo entienden: es la voz del entusiasmo, la jerga que todos comprenden, la expresión que se siente. Y su carta, es una misiva que nos pone en movimiento, que nos hace sentir que el ser amado late dentro del ser querido. Me gusta este amor de carta en verso que encarta poesía.  Por el contrario, me aborrece ese amor mal nombrado y de falsa conjugación, que por desgracia hoy tanto recita la sociedad, el intercambio de fantasías, el contacto de carne, sin tacto de verbo, y el empalme de cuerpo, sin botón de alma. Elevo esta carta de amor al verdadero amor, para huir de desamores a la carta que se confunden con una comedia en un sólo acto: el sexual divertimento. Me declaro huido de este comercio.